Zapata llama de nuevo

Aquiles Córdova Morán Secretario General del Movimiento Antorchista Nacional


Zapata llama de nuevo

La Crónica de Chihuahua
Abril de 2013, 08:50 am

Ayer (10 de abril de 2013) se conmemoró un aniversario más del asesinato de Emiliano Zapata. Izquierdas, derechas y parte oficial rinden homenaje al Caudillo del Sur en el 94 aniversario de su muerte, lo cual es un síntoma claro de la vigencia, acrecentada quizás, que aún conservan sus banderas revolucionarias en el seno de los campesinos mexicanos.

Y así es. La agricultura nacional vive en una crisis permanente, mostrándose cada día más incapaz de satisfacer los requerimientos nacionales, tanto en cuestión de materias primas para la ganadería y la industria, como en alimentos para una población todavía en franca explosión, a pesar de las campañas oficiales en pro del control voluntario de la natalidad.

La crisis de la agricultura no solamente forma parte integrante de la crisis general que vive la economía nacional, sino, a juicio de muchos entre los cuales me incluyo, es parte medular, básica de la misma, a tal grado que sin poner freno y remedio a la crisis agrícola, resultan ilusorios los esfuerzos por reactivar de modo firme el quehacer económico nacional. Dicho en otros términos, una auténtica y efectiva política anticrisis tiene que comenzar, necesariamente, por una enérgica acción en el ámbito de la agricultura, tendiente a modernizarla y llevarla a índices de productividad a la altura de los requerimientos nacionales.

El freno principal, como todos sabemos, para una acción efectiva de este tipo, es y ha sido siempre de naturaleza eminentemente política, es el delicadísimo problema de la tenencia de la tierra. Se enfrentan aquí dos concepciones: la que aboga por una reconcentración de la tierra en manos de capitalistas privados, con dinero suficiente para invertir en su explotación, y la que sostiene que hay que mantener a toda costa, incluso incrementar su distribución entre los campesinos, aunque esto signifique la consagración del minifundio y, por tanto, de la ineficiencia económica.

Entre los partidarios de esta última posición conviene diferenciar claramente dos grupos: el integrado por quienes creen defender así los genuinos intereses de los campesinos y el integrado por los simuladores y arribistas, que tienen en el control y la manipulación de ejidos y comunidades su mejor carta de presentación para reclamar puestos y prebendas.

No obstante, en la distinta naturaleza de sus móviles, ambos grupos cometen el mismo tipo de errores al confundir la política y la moral con la economía.

Desde mi punto de vista, ya lo he dicho antes y lo repito ahora, la concentración, la reunificación de la tierra para conformar unidades de explotación rentables, es una necesidad económica ineludible que tendrá que atenderse tarde o temprano. La tierra, aquí como en el mundo entero, está condenada a la concentración.

No cabe, pues, la lucha política, en torno a la cuestión de si la tierra se reconcentra o no. Esto está fuera de discusión. La lucha sólo cabe, y es ahí donde debe darse, por tanto, en torno a la cuestión de en manos de quién debe reconcentrarse, o, lo que equivale a lo mismo, en torno a las vías o formas que adoptaría dicha reconcentración.

Y la experiencia histórica de los pueblos sólo conoce dos respuestas fundamentales a esta cuestión: la propiedad cooperativa o la gran propiedad privada.

Para los luchadores sociales, para quienes partimos de la idea básica de que la justicia social no puede consistir, en su esencia, en otra cosa que en la distribución equitativa de todos los bienes materiales y espirituales creados por el trabajo del hombre, la elección no ofrece dudas: la solución correcta es la propiedad cooperativa.

Pero esto sólo es absolutamente cierto, hay que repetirlo si en el juicio se toma en cuenta únicamente el ángulo socio-histórico de la cuestión; no así si el problema se enfoca (y hay que hacerlo así, necesariamente), también desde el punto de vista económico, pues entonces resulta igualmente justificada, igualmente válida, la segunda vía, esto es, la formación de grandes unidades agropecuarias en manos privadas. Así lo prueban varios ejemplos fáciles de encontrar en el mundo contemporáneo.

Ahora bien, es un secreto a voces que las fuerzas dominantes en México actual (gobierno y burguesía) temen a la vía cooperativa, pues piensan que el fenómeno, de tener éxito, puede extenderse con toda facilidad y rapidez del campo a las fábricas; temen al ejemplo. Por su parte, las fuerzas que se autocalifican de izquierda revolucionaria, se oponen rabiosamente a la reprivatización de la tierra con el argumento de que eso significaría un gigantesco retroceso para la lucha social de los campesinos y de los trabajadores mexicanos en general.

Pienso que ambas posiciones están equivocadas. La primera porque sobreestima la fuerza del ejemplo y quiere desconocer la causa objetiva, real, que impulsa a las masas a luchar y a buscar transformaciones radicales de la dura situación actual, y que no es otra que la tremenda desigualdad social que cada día se ahonda más en vez de disminuir.

La segunda, porque no capta a profundidad la verdad de que todo desarrollo efectivo del sistema es siempre un paso revolucionario.

En efecto, ¿en qué se perjudicaría realmente la lucha de los campesinos, esto es, de los pobres del campo, si en un momento dado se transformaran, a causa de la concentración de la tierra en manos privadas, en jornaleros con poderosos sindicatos agrícolas que les permitieran una lucha efectiva por mejores salarios y prestaciones? ¿Habría avanzado o retrocedido la lucha de clases?

El ejido y la propiedad comunal, en su forma y funcionamiento actuales, no son de ninguna manera y digan lo que digan los miopes doctrinarios y los charros del agro, fuente de bienestar material y de independencia personal para el campesino; son, todo lo contrario, fuente de miseria económica y de sometimiento político.

La lucha verdadera, por tanto, no puede ni debe centrarse ya en la exigencia del simple reparto de la tierra. Al gobierno debe exigírsele que resuelva a fondo el problema social de los campesinos. Que los dote de tierra o de trabajo bien remunerados. O una cosa o la otra, ¡pero ya!

Y debe exigírsele, además, que cumpla con su deber de hacer que la explotación agropecuaria del territorio nacional sea eficiente y rentable, que satisfaga las necesidades de los hombres del campo y de la economía nacional.

Y dejemos que elija para ello la vía que mejor le acomode, siempre y cuando asuma plenamente los riesgos que de su elección se deriven. Los campesinos de todos modos saldrán ganando.