Sólo un gobierno popular puede abatir la pobreza y la desigualdad

Por Abel Pérez Zamorano


Sólo un gobierno popular puede abatir la pobreza y la desigualdad

La Crónica de Chihuahua
Marzo de 2016, 10:13 am

(El autor es un chihuahuense nacido en Témoris, Doctor en Desarrollo Económico por la London School of Economics, miembro del Sistema Nacional de Investigadores y profesor-investigador en la División de Ciencias Económico-administrativas de la Universidad Autónoma Chapingo.)

Para enfrentar las calamidades sociales, como la pobreza de la mayoría y la profunda desigualdad, se han realizado investigaciones muy rigurosas que arrojan diagnósticos serios y propuestas precisas de solución en términos de política económica.

Pensadores humanistas y sabios de México y otros países, como Joseph Stiglitz (véase por ejemplo su obra El precio de la desigualdad), han propuesto soluciones viables, lamentablemente ignoradas por gobiernos que mientras fingen autismo profundizan su política antipopular, entre ellos el mexicano. Pero no obran así por ignorancia, sino por los muy poderosos e influyentes intereses de clase que representan y que se sienten amenazados por el más mínimo intento de cambio; y es que los actuales gobernantes son en su mayoría ellos mismos miembros de la clase adinerada, juez y parte, pues, y nada harán que pueda menguar sus privilegios. Pero más en el fondo, esa aparente inconciencia ante la creciente pobreza y sus consecuencias son el reflejo de la necesidad objetiva del capital por acumularse. Es entonces una ingenuidad esperar que precisamente los beneficiados por el actual orden de cosas lo sustituyan por otro; de aquí se desprende lógicamente que esta tarea sólo puede ser obra de otra clase social, la de los afectados.

La clave está en la composición de clase del aparato de Estado, en los intereses que representa y defiende y que determinan toda su política económica. En nuestra historia, durante el porfiriato imperaban los intereses de los terratenientes, soporte del régimen; luego, los campesinos, que hicieron la Revolución, no pudieron constituirse en gobierno, y la clase capitalista moderna, con el grupo Sonora, asumió el poder. Durante el período del general Cárdenas fueron atendidos, si bien fugazmente, los intereses de las clases populares, destacadamente de los campesinos, aunque siempre bajo la égida de la clase capitalista. Más adelante, durante los últimos gobiernos de la Revolución, con Luis Echeverría y José López Portillo, todavía el Estado se identificaba y nutría en gran medida de la clase media; mas con la implantación del modelo neoliberal se impuso el poder de la gran empresa, nacional e internacional, y los magnates tomaron personalmente en sus manos las riendas del poder, para abrir paso a sus intereses, a saber: la acumulación desenfrenada y en gran escala, en inmensas fortunas a costa de la pobreza de los trabajadores de la ciudad y del campo.

Pero dicha acumulación no sólo afecta a los ya pobres: también la clase media va perdiendo poder, se adelgaza y ve debilitarse su influencia política. Nada hay que le salve de la desaparición mientras progrese la acumulación; es otro de sus damnificados. Anualmente, según cifras oficiales, un millón de personas de ese sector engrosan las filas de los pobres. Su subordinación al gran capital la está conduciendo a su propia desaparición; la lealtad de las clases medias, sobre todo de sus sectores más bajos, al gran capital y su gobierno le llevará a la postre a desaparecer en un proceso de creciente polarización económica y política donde la élite se apropia de todo el poder; por efecto de las leyes del desarrollo, el capital no tiende naturalmente a distribuirse, sino a concentrarse.

Aparte del Estado, los partidos políticos expresan también el interés de la clase poseedora y gobernante, que subyace a la llamada “partidocracia”, fachada que oculta el interés único de clase de todos ellos. El ciudadano común percibe una realidad distorsionada: los partidos políticos en el poder fingen pelear, casi a muerte, defendiendo intereses aparentemente irreconciliables, espejismo éste alimentado por frecuentes zafarranchos en la Cámara de Diputados con apariencia de gran conflicto; pero en la realidad, en su esencia los partidos gobernantes son lo mismo, comparten y representan el mismo interés: el del capital; así se explica el cotidiano trasvase de militantes de un partido a otro, e incluso de líderes, y que éstos emigren fácilmente y sean aceptados como “de casa”; por ejemplo, que un partido elija como dirigente a quien ayer militaba en otro; o que “grandes conflagraciones políticas” se escenifiquen entre familias, como ocurre hoy en Veracruz y Zacatecas, sin mayor problema. En realidad, con su pragmatismo característico el capital trasciende los partidos y usa a todos sin distingos. Con cualesquiera de ellos se entiende y puede operar y hacer valer sus intereses según la ocasión.

Por tal razón, la solución a los graves problemas sociales no es un simple cambio de partido en el poder, de colores (que por lo demás nada dicen) o de retórica, sino de la clase en el poder. La alternancia partidista es una ficción de efectos anestésicos que nada resuelve. ¿Acaso se ha superado la pobreza en la Ciudad de México, Michoacán, Guerrero, etc., con la famosa alternancia? ¿Es que los campesinos pobres de Guerrero lo son menos después de tantos años de gobiernos de “oposición”? En el país, una vez que el PRI perdió la presidencia ante el PAN en nada mejoraron las cosas para los más desprotegidos. Todo ha sido una ilusión para engañar inocentes, y mientras partidos van y partidos vienen, la pobreza y la acumulación aumentan.

La única solución real es un gobierno de los pobres, seguidos de la clase media, que sí tenga el interés y la voluntad de crear más empleos, dignamente remunerados, permanentes y amparados por la legislación laboral; un gobierno capaz de aplicar una política económica nueva, cuyo cometido no sea proteger a las transnacionales y los depredadores monopolios, sino a los pequeños empresarios, hoy barridos por el proceso de concentración. Sólo un gobierno así reorientaría el gasto público a favor de colonias y comunidades rurales marginadas, apoyaría a pequeños productores agrícolas, y a medianos empresarios y orientaría el gasto a la mejora material y refuerzo profesional de los hospitales públicos, salvándoles de su actual ruina; las escuelas públicas dispondrían de recursos suficientes para funcionar dignamente. Sólo un gobierno surgido del pueblo aplicaría un régimen fiscal progresivo donde los ricos paguen impuestos, fortalecería un aparato productivo y financiero nacional, el desarrollo de tecnología propia y la consolidación del mercado interno para reducir nuestra dependencia de las exportaciones y elevar así el nivel de consumo y de bienestar social. Para combatir la corrupción no puede haber mejor contralor que el pueblo mismo, organizado y consciente, dada su ubicuidad y su interés por vigilar el correcto uso de los recursos en su propio beneficio.

En conclusión, es perseguir quimeras esperar de la clase gobernante un cambio real, desde arriba, en beneficio de los desamparados. La historia muestra que las grandes transformaciones sociales que han sido, y no simples arreglos cosméticos, han brotado siempre desde abajo, como obra de los afectados por el orden vigente. Mas éstos sólo podrán realizar cambios profundos, integrales y sustentables cuando puedan ejercer el poder en el país e imprimir desde ahí otro contenido a la política económica, lo que a su vez exige como condición un gobierno de los pobres, con la clase media, sobre todo su segmento económicamente más vulnerable, como aliada.