Sobre el desastre social, el natural

Abel Pérez Zamorano


Sobre el desastre social, el natural

La Crónica de Chihuahua
Septiembre de 2013, 12:57 pm

(El autor es un chihuahuense nacido en Témoris, Doctor en Desarrollo Económico por la London School of Economics, miembro del Sistema Nacional de Investigadores y profesor-investigador en la División de Ciencias EconómicoAdministrativas de la Universidad Autónoma Chapingo.)

Nuevamente los desastres naturales causan estragos en amplias regiones del país. Desde el fin de la semana pasada y a inicios de la actual, el huracán “Ingrid” por la costa del Golfo de México y la tormenta tropical “Manuel”, desde el Pacífico, provocaron intensas y prolongadas lluvias e inundaciones, ruptura de carreteras y deslaves de cerros; destacan entre las entidades más afectadas: Guerrero, Veracruz, Hidalgo, Puebla y Oaxaca. Doce personas perdieron la vida en Veracruz; en Guerrero ocurrieron 15 fallecimientos, y Acapulco es en estos días zona de desastre; en Hidalgo hubo cuatro decesos, y se registraron más de setenta derrumbes en las carreteras; en Puebla cuatro personas perdieron la vida. Según estimaciones oficiales preliminares, la cifra total de damnificados suma un millón 200 mil personas; y si partimos de que, según INEGI, cada familia tiene cuando menos cuatro integrantes en promedio, resulta que aproximadamente 266 mil hogares se hallan en tal situación.

Ante la tragedia, se impone no sólo la necesidad de una eficaz ayuda a los damnificados, sino también de un diagnóstico serio de las condiciones que han agrandado las consecuencias del desastre, que permita tomar medidas preventivas que en el futuro reduzcan al menos la magnitud de los daños. Y a este respecto debemos admitir, por principio, que por su ubicación, México es zona de huracanes (en el Tajín los antiguos totonacas rendían culto precisamente al dios huracán); esta particularidad geográfica es algo objetivo y nos expone a permanente riesgo. Pero medios de comunicación y funcionarios públicos absolutizan el factor natural, declarándolo causa única del desastre, que en este caso se explica por lluvias inusuales provocadas por la acción combinada de una doble tormenta, fenómeno no visto desde hace medio siglo, o incluso cien años, según otros. Obviamente, ese enfoque lleva a la conclusión fatalista de que no hay poder humano capaz de impedir estos eventos, y que somos irremediablemente víctimas de una suerte de fatalidad geográfica. Pero esta visión es errónea, insuficiente y unilateral, pues aun encerrando algo de verdad, soslaya el contexto económico y social.

A este respecto, son de lo más elocuentes las imágenes de los noticieros televisivos al mostrar que el desastre no ha afectado a todos por igual, sino principalmente a los más pobres, que aparecen reclamando ayuda prácticamente a gritos. Y esto no es casual pues, en primer lugar, sus viviendas están construidas en los lugares más propensos a inundarse, pero por lo mismo más baratos, ubicados en barrancas, lechos de arroyos secos que repentinamente se llenan de agua, en fin, en áreas muy bajas; también construyen en cerros que con frecuencia se desgajan. En cambio, las personas pertenecientes a sectores sociales acomodados pueden construir sus residencias y empresas en terrenos menos expuestos a inundaciones, pero por lo mismo, más caros. O sea que la seguridad también tiene su precio.

En segundo lugar, los más pobres construyen sus viviendas con materiales poco resistentes, que las hacen muy vulnerables al embate de los vientos y la fuerza del agua. En el medio rural, millones de familias viven en chozas con paredes de varas o tablas, techos de palma o zacate y piso de tierra; en los cinturones de miseria urbanos, gran número de viviendas están hechas de lámina de cartón o con simples tabiques sobrepuestos. No es, pues, de sorprender que en cosa de horas incontables familias perdidas sus casas, o al menos sus animales y sus modestos enseres domésticos. Por su bajo nivel de ingresos, los afectados difícilmente pueden reconstruir sus casas, hechas con el esfuerzo de años, o reponer su modesto mobiliario; llevará mucho tiempo recuperar lo perdido. Un tercer factor es que la vulnerabilidad de las viviendas, determinada por su ubicación y materiales de construcción, se acentúa por la renuencia de funcionarios públicos a construir obras de infraestructura de protección; ante tal insensibilidad, no es raro ver personas de pueblos y colonias manifestándose en la vía pública para conseguir, por ejemplo, la construcción de un muro de contención; otros reclaman reubicación, pues se hallan asentados en zonas minadas; y así sucesivamente.

En la base de todas estas dificultades está un hecho fundamental: que el derecho humano a una vivienda digna, consagrado en la Constitución, ha sido reducido al puro papel; en línea con el modelo económico vigente, el gobierno no garantiza ese derecho, pues se asume que de manera natural el mercado proveerá; pero debido a los altos niveles de pobreza, ni el Estado ni el mercado resuelven, quedando así la gente abandonada a su suerte. El déficit de vivienda es muy grande, pero se lo oculta. Por una parte, existe un alto índice de hacinamiento y, por otra, como decíamos líneas arriba, buena parte de las viviendas cuantificadas como tales por el INEGI son en realidad miserables jacales. Y es particularmente indignante que la gente viva en esas condiciones, máxime cuando México es uno de los países más ricos, y el número 14 en extensión territorial, más que suficiente para dotar de un lote seguro y bien ubicado a cada familia. El problema es que se ha convertido la vivienda en una mercancía más, al alcance sólo de quien tenga el suficiente dinero para comprarla. Es el mercado y no la necesidad social, lo que determina el acceso a la propiedad de la tierra, esto porque el objetivo no es garantizar un derecho, sino hacer del suelo una mercancía rentable. Como es sabido, con suma frecuencia la tierra es monopolio de unas cuantas familias que controlan, si no toda, al menos la mejor ubicada y de buena calidad agrícola o para uso urbano, y especulan con ella.

Para colmo de males, pero derivado de lo mismo, con demasiada frecuencia hay quienes se aprovechan del apoyo destinado a los afectados; en otros casos, por negligencia o corrupción entre los funcionarios la ayuda nunca llega, como ha ocurrido en desastres anteriores, donde los damnificados se sienten burlados por las promesas incumplidas de quienes fueron a tomarse la foto y a jurar, casi con lágrimas en los ojos, que pronto llegarían los apoyos. En el caso que nos ocupa, es sin duda urgente el apoyo oficial, pero también se requiere de un programa emergente de recuperación de viviendas, con créditos baratos para materiales de construcción; también un programa de reserva territorial para dotar a las familias de escasos recursos de un lugar seguro para construir; se necesita asimismo una fuerte inversión en construcción de obras de infraestructura de protección. Por último, se impone la necesidad de que todos los mexicanos gocen de un ingreso suficiente para construir casas más seguras. En conclusión, ciertamente, los huracanes no pueden evitarse, y menos que ocurran dos a la vez, pero sí pueden asegurarse las condiciones materiales y económicas, que, si no impiden, al menos reducen los daños de los fenómenos naturales. La solidaridad social es posible, y muy valiosa para enfrentar los desastres.