Siria: armas químicas y después qué

Por Jon Lee Anderson


Siria: armas químicas y después qué

La Crónica de Chihuahua
Abril de 2013, 19:20 pm

Cuando el secretario de Defensa Chuck Hagel dijo el jueves (25 de abril de 2013) que las agencias norteamericanas de inteligencia creían, con diferente grado de certeza que el régimen de Bashar al-Assad ha utilizado armas químicas –Hagel mencionó el gas sarín— contra sus enemigos en Siria, había algo de inevitable en el aire. Ha quedado claro desde hace un tiempo que la sangrienta guerra civil siria, que ya lleva dos años, es sin guantes, una guerra total de vieja escuela sólo atenuada por las consideraciones de Assad sobre de qué puede salir impune. Desde el comienzo, ha medido cuidadosamente el humor internacional ante cada incremento en el despliegue de violencia y armamento. Los usos tempranos de paramilitares para ejecutar masacres indiscriminadas contra civiles en pueblos como Hula tenían por fin atomizar el apoyo civil de la rebelión liderada por los sunitas, recordando a todo el mundo la masacre de Hama de 1982, que mantuvo quieta a la comunidad sunita durante treinta años. Cuando no funcionó, Assad comenzó, primero discretamente, a utilizar helicópteros artillados, en conjunto con artillería y morteros, para machacar las porciones rebeldes de Homs y otras ciudades insurgentes. Con intervenciones internacionales en conflictos como Bosnia e Irak provocadas por, y luego montadas alrededor de, “zonas de interdicción aérea”, Assad era inteligente en mantener la vista en el horizonte. En este caso, el despliegue aéreo fue reconocido y repudiado, pero no causó acción alguna más que la interminable y circular discusión que hemos visto en el Consejo de Seguridad, con Rusia e Irán –y China (para destacar su presencia)—bloqueando las iniciativas que buscaban condenar o aislar o sancionar a Assad.

Y así ha pasado. Después de la dramática ofensiva de los rebeldes del verano (boreal) pasado –con asaltos simultáneos contra Alepo y Damasco, y devastadores bombardeos contra el corazón de los centros de poder del régimen–, Assad comenzó a desplegar aviones de guerra MiGs y Sukhoi para bombardear y arrasar zonas rebeldes y, crecientemente, objetivos civiles. El uso de estos aviones, que comenzó de forma oculta, ahora ocurre con desembozada transparencia. Para el otoño, Assad había tanteado un poco más el terreno, tras disparar unos pocos misiles Scud, temibles misiles de mediano alcance que puede transportar una horrenda carga explosiva y que, utilizada contra ciudades, causan un pánico masivo (Durante el último uso masivo de los Scuds, en la “guerra de las ciudades” de la guerra entre Irán e Irak, Saddam Hussein disparó unos ciento ochenta y nueve Scuds sobre Teherán y otras ciudades, matando a unas 2.000 personas. Más importante fue el efecto psicológico, sin embargo: alrededor de un cuarto de la población, unos dos millones de personas, huyeron de la capital en ese período). Es interesante, en ese sentido, observar que el año pasado —desde que la escalada de ataques aéreos de Assad en todas sus formas— el éxodo civil de Siria se ha vuelto hiperactivo: un año atrás, había 16.000 refugiados sirios en Turquía, 7.000 en Jordania y 12.000 en Líbano; se estima que esos números son, ahora, 400.000, 470.000 y un millón. No hace falta decir que cuanto más civiles se vayan de las comunidades sunitas insurgentes, mejor para el régimen de Assad. A medida que la crisis de su país socava en forma creciente la estabilidad de sus frágiles vecinos, la influencia de Assad en la comunidad internacional se vuelve más grande. (Con cada nueva tragedia y amenaza de escalada, Sergey Lavrov, el canciller ruso, recuerda a todo el mundo que hay una solución rusa al problema—dejar en el poder a Assad, o a algún otro que tenga el respaldo y la aprobación de Moscú).

A fin del verano (boreal) pasado, coincidiendo con la escalada en el uso del poder aéreo, el régimen comenzó también a insinuar, a dejar pequeños recordatorios, de que poseía armas químicas –algo que la comunidad internacional ha sabido, y de lo que se ha preocupado, durante años. Cuando estuve en Alepo con los rebeldes, en el verano, y un vocero del régimen, en un aparente descuido, dijo que “ninguna arma química o bacteriológica será utilizada… durante la crisis de Siria, sin importar los acontecimientos” y que “toda esa clase de armas está en depósito y bajo la seguridad y directa supervisión de las Fuerzas Armadas sirias, y jamás será utilizada a menos que Siria sea expuesta a una agresión externa”, sonó como una suerte de prueba. En declaraciones posteriores, los funcionarios del régimen han añadido que si alguien va a utilizar armas químicas en Siria, serán los rebeldes. En las afueras de Alepo, la súbita mención de armas químicas tuvo un claro impacto en las zonas rebeldes: visité un poblado cerca de la frontera turca donde varias familias kurdas, que habían huido de más adentro de Siria, me explicaron que temían ser “gaseadas”.

Si Assad ha utilizado el gas en el campo de batalla, parece probable que lo haya hecho como en el caso de las otras armas: en una escalada cuidadosamente calibrada y gradual, esperando generar una impasse de tan terribles consecuencias que deban negociar con él. En la lógica de esta guerra, uno debe pensar como un jugador de ajedrez. Assad (y con él, uno sospecha, los rusos e iraníes) busca atraer a los norteamericanos a algún tipo de acuerdo. ¿Qué mejor momento que las semanas posteriores a que el Frente Al Nusra, uno de los grupos rebeldes más poderosos, reconocieran su afiliación a Al Qaeda?

Con la intención original de ser una advertencia y, esperanzadamente, un freno para Assad, la declaración de Obama de agosto (de 2012) de que el uso o movimiento de armas químicas representaba una “línea roja” para él se ha vuelto un tema de debate para aquellos que buscan una definición mayor de la Casa Blanca sobre Siria y para aquellos que buscan infligir un daño político a un aparentemente tímido e indeciso presidente de los Estados Unidos. Quieren que Obama haga algo. ¿Pero qué?Cuando el secretario de Defensa Chuck Hagel dijo el jueves (25 de abril de 2013) que las agencias norteamericanas de inteligencia creían, con diferente grado de certeza que el régimen de Bashar al-Assad ha utilizado armas químicas –Hagel mencionó el gas sarín— contra sus enemigos en Siria, había algo de inevitable en el aire. Ha quedado claro desde hace un tiempo que la sangrienta guerra civil siria, que ya lleva dos años, es sin guantes, una guerra total de vieja escuela sólo atenuada por las consideraciones de Assad sobre de qué puede salir impune. Desde el comienzo, ha medido cuidadosamente el humor internacional ante cada incremento en el despliegue de violencia y armamento. Los usos tempranos de paramilitares para ejecutar masacres indiscriminadas contra civiles en pueblos como Hula tenían por fin atomizar el apoyo civil de la rebelión liderada por los sunitas, recordando a todo el mundo la masacre de Hama de 1982, que mantuvo quieta a la comunidad sunita durante treinta años. Cuando no funcionó, Assad comenzó, primero discretamente, a utilizar helicópteros artillados, en conjunto con artillería y morteros, para machacar las porciones rebeldes de Homs y otras ciudades insurgentes. Con intervenciones internacionales en conflictos como Bosnia e Irak provocadas por, y luego montadas alrededor de, “zonas de interdicción aérea”, Assad era inteligente en mantener la vista en el horizonte. En este caso, el despliegue aéreo fue reconocido y repudiado, pero no causó acción alguna más que la interminable y circular discusión que hemos visto en el Consejo de Seguridad, con Rusia e Irán –y China (para destacar su presencia)—bloqueando las iniciativas que buscaban condenar o aislar o sancionar a Assad.

Y así ha pasado. Después de la dramática ofensiva de los rebeldes del verano (boreal) pasado –con asaltos simultáneos contra Alepo y Damasco, y devastadores bombardeos contra el corazón de los centros de poder del régimen–, Assad comenzó a desplegar aviones de guerra MiGs y Sukhoi para bombardear y arrasar zonas rebeldes y, crecientemente, objetivos civiles. El uso de estos aviones, que comenzó de forma oculta, ahora ocurre con desembozada transparencia. Para el otoño, Assad había tanteado un poco más el terreno, tras disparar unos pocos misiles Scud, temibles misiles de mediano alcance que puede transportar una horrenda carga explosiva y que, utilizada contra ciudades, causan un pánico masivo (Durante el último uso masivo de los Scuds, en la “guerra de las ciudades” de la guerra entre Irán e Irak, Saddam Hussein disparó unos ciento ochenta y nueve Scuds sobre Teherán y otras ciudades, matando a unas 2.000 personas. Más importante fue el efecto psicológico, sin embargo: alrededor de un cuarto de la población, unos dos millones de personas, huyeron de la capital en ese período). Es interesante, en ese sentido, observar que el año pasado —desde que la escalada de ataques aéreos de Assad en todas sus formas— el éxodo civil de Siria se ha vuelto hiperactivo: un año atrás, había 16.000 refugiados sirios en Turquía, 7.000 en Jordania y 12.000 en Líbano; se estima que esos números son, ahora, 400.000, 470.000 y un millón. No hace falta decir que cuanto más civiles se vayan de las comunidades sunitas insurgentes, mejor para el régimen de Assad. A medida que la crisis de su país socava en forma creciente la estabilidad de sus frágiles vecinos, la influencia de Assad en la comunidad internacional se vuelve más grande. (Con cada nueva tragedia y amenaza de escalada, Sergey Lavrov, el canciller ruso, recuerda a todo el mundo que hay una solución rusa al problema—dejar en el poder a Assad, o a algún otro que tenga el respaldo y la aprobación de Moscú).

A fin del verano (boreal) pasado, coincidiendo con la escalada en el uso del poder aéreo, el régimen comenzó también a insinuar, a dejar pequeños recordatorios, de que poseía armas químicas –algo que la comunidad internacional ha sabido, y de lo que se ha preocupado, durante años. Cuando estuve en Alepo con los rebeldes, en el verano, y un vocero del régimen, en un aparente descuido, dijo que “ninguna arma química o bacteriológica será utilizada… durante la crisis de Siria, sin importar los acontecimientos” y que “toda esa clase de armas está en depósito y bajo la seguridad y directa supervisión de las Fuerzas Armadas sirias, y jamás será utilizada a menos que Siria sea expuesta a una agresión externa”, sonó como una suerte de prueba. En declaraciones posteriores, los funcionarios del régimen han añadido que si alguien va a utilizar armas químicas en Siria, serán los rebeldes. En las afueras de Alepo, la súbita mención de armas químicas tuvo un claro impacto en las zonas rebeldes: visité un poblado cerca de la frontera turca donde varias familias kurdas, que habían huido de más adentro de Siria, me explicaron que temían ser “gaseadas”.

Si Assad ha utilizado el gas en el campo de batalla, parece probable que lo haya hecho como en el caso de las otras armas: en una escalada cuidadosamente calibrada y gradual, esperando generar una impasse de tan terribles consecuencias que deban negociar con él. En la lógica de esta guerra, uno debe pensar como un jugador de ajedrez. Assad (y con él, uno sospecha, los rusos e iraníes) busca atraer a los norteamericanos a algún tipo de acuerdo. ¿Qué mejor momento que las semanas posteriores a que el Frente Al Nusra, uno de los grupos rebeldes más poderosos, reconocieran su afiliación a Al Qaeda?

Con la intención original de ser una advertencia y, esperanzadamente, un freno para Assad, la declaración de Obama de agosto (de 2012) de que el uso o movimiento de armas químicas representaba una “línea roja” para él se ha vuelto un tema de debate para aquellos que buscan una definición mayor de la Casa Blanca sobre Siria y para aquellos que buscan infligir un daño político a un aparentemente tímido e indeciso presidente de los Estados Unidos. Quieren que Obama haga algo. ¿Pero qué?