San Felipe del Progreso. Vivir en el siglo XVII

REPORTAJE.- La Crónica de Chihuahua


San Felipe del Progreso. Vivir en el siglo XVII

La Crónica de Chihuahua
Febrero de 2015, 18:34 pm

/facebook @twitterBlanca Padilla

La marginación y el atraso de las comunidades indígenas son una realidad no superada en el Estado de México (Edomex), donde más del 70 por ciento de esta población vive en la pobreza, el 34 por ciento padece rezago educativo, el 24 por ciento no tiene acceso a los servicios de salud, el 81 por ciento carece de seguridad social, el 34 por ciento no cuenta con viviendas dignas, el 37 por ciento no tiene servicios básicos y el 34 por ciento padece hambre, de acuerdo con el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo (Coneval 2010).

Los pueblos originales del Edomex pertenecen a las etnias mazahua, otomí, nahua, tlahuica y matlatzinca, están distribuidos en 48 municipios rurales de las regiones poniente, norte y sur del estado y representan el 60 por ciento de la población indígena en la entidad. El 40 por ciento restante son indígenas migrantes de otras entidades que viven principalmente en la zona metropolitana de la Ciudad de México.

El tiempo se detuvo

En la zona mazahua (San Felipe del Progreso, San José del Rincón, Atlacomulco y Almoloya de Juárez), al norponiente de la entidad, vive la mayor parte de los indígenas mexiquenses; ahí, el siglo XXI se diluye en cuanto el autobús llega a la polvorienta terminal de San Felipe del Progreso, que está a un lado del mercado público.

El tiempo retrocede. Trasladarse de la cabecera municipal a las comunidades implica muchísimo tiempo; no están más que a unos cuantos kilómetros, pero para llegar a ellas hay que pagar taxis, que cobran entre 10 y 100 pesos, según la distancia, o abordar los lentos camiones suburbanos.

Ésta es la razón porque la que la mayoría de las personas salen de sus comunidades cada una o dos semanas para ir al mercado de San Felipe del Progreso a comprar jabón, aceite, azúcar y otros artículos que no encuentran en su comunidad.

Para los extraños, estos viajes no son sólo territoriales, sino temporales o históricos, porque dan la impresión de que se transportan de una época a otra. En las comunidades, uno puede sentir que está en la Edad Media, la Colonia española, a principios del siglo XX o al menos 50 años atrás.

Hay pequeñas casitas ubicadas en medio de una milpa en rastrojo; bueyes que pastan con toda calma y mujeres que lavan ropa en improvisados lavaderos instalados en arroyos y represas. Tal es el caso de doña Catalina, que utiliza para lavar una carretilla.

En los radios a todo volumen se transmiten radionovelas de los años 70 como Kalimán, Porfirio Cadena y El ojo de vidrio. Los celulares y los automóviles parecen objetos venidos de un tiempo futuro en estas localidades, habitadas, principalmente, por mujeres y niños.

Comunidades femeniles

Además de servicios básicos y medios de subsistencia, en las comunidades indígenas faltan hombres, porque la mayoría emigró a Estados Unidos o a los estados del norte para trabajar en las cosechas.

Algunos regresan, otros sólo mandan dinero y hay de quienes jamás se ha vuelto a tener noticia. Tal es el caso del padre de Berenice, una de las dos jóvenes mazahuas de La Presa de Tepetitlán, quien pese a las adversidades logró terminar una licenciatura.

“Sólo quedan mujeres en estas comunidades. Son ellas quienes se ocupan de las actividades agrícolas y pecuarias, del comercio y de la casa. De las cerca 50 familias que aproximadamente viven aquí, más del 50 por ciento tiene jefas de familia”, comentó Berenice.

Doña Catalina, vecina de La Presa, es viuda y vive únicamente con una hija soltera de 24 años de edad. Todos sus demás hijos, hombres, emigraron e hicieron vida en el norte del país y el Distrito Federal.

En temporada invernal los días son más descansados porque durante el día sólo lavan ropa en la presa, consiguen pastura para los animales, hacen tortillas y guisan. Pero en tiempos de siembra tienen que levantarse a las cinco de la mañana para labrar la tierra con yunta, o sembrar, regar y cuidar el cultivo, además de realizar las labores del hogar e ir diariamente al molino de nixtamal que está a dos kilómetros de su comunidad.

Su terreno es pequeño y cuando siembran lo hacen en un día. Primero trabajan un rato en la mañana y al mediodía, cuando el sol se pone más fuerte, entran a la casa para dedicarse a preparar la comida y hacer tortillas. Una vez que el sol baja, vuelven a la milpa.

Su dieta alimenticia consiste en quelites, frijoles y tortillas. Sólo consumen proteínas animales cuando matan un pollo o tienen dinero para comprar tilapias pescadas por los lancheros de la presa, quienes las venden a 30 pesos el kilogramo. La carne de res, cerdo, chivo o borrego no la “conocen”.

Una vez que la milpa brota –maíz, frijol, calabaza– se ponen a deshierbar y echar abono a la tierra. De ahí en adelante hay que esperar el tiempo de cosecha, labor que realizan en su parcela y en la de sus vecinos, cuando éstos las emplean.

Migración,
válvula de escape de la pobreza

El patrón laboral y social de la mayoría de los jóvenes indígenas de esta región hace 50 o 60 años consistía en irse a trabajar a la Ciudad de México, aprender español y enviar dinero a sus padres.

En los años 70, la población migrante equivalía al cinco por ciento; los destinos eran los centros urbanos del país. Actualmente cerca del 40 por ciento de esa población migra a Estados Unidos, Canadá y Europa, de acuerdo con la investigación Migración de retorno de mexiquenses provenientes de Estados Unidos, de José Antonio Soberón Mora y Jaciel Montoya.

Las mujeres, casi niñas, eran contratadas para trabajos domésticos y los hombres se empleaban como mozos en los más diversos servicios urbanos.

La mayoría llevaba una vida de esclavitud, pues los horarios eran extenuantes y las condiciones de trabajo infrahumanas. Casi todo el dinero que ganaban era enviado a sus padres, donde se perdía como el agua de un vaso en el desierto.
Así le ocurrió a la señora Gabina Cruz Bautista, vecina de El Carmen, comunidad de San Felipe del Progreso.

“Pobrecito de mi padre, no lo juzgo, pero sí tengo que decir que no vio mucho por nosotros, nos dejó a nuestra suerte. Yo era la mayor y la única de los hermanos que sobrevivió. Tuve que irme a trabajar a México para mandarles dinero, nunca fui a la escuela”, dijo.

Ella recuerda que le costó mucho esfuerzo y tiempo aprender español a fin poder comunicarse con la gente de la ciudad. Todavía hoy no entiende muchas palabras de esta lengua. Tiempo después volvió a su comunidad sólo para casarse, y con tan mala suerte que al poco tiempo murió su esposo dejándola con cuatro hijos, tres niñas y un niño.

Otras mazahuas corrieron con mejor suerte. Iban al Distrito Federal a vender artesanías. Tenían sus propios horarios y regresaban constantemente al pueblo. Podían criar sus animales y sembrar su tierra al tiempo que comerciaban en la ciudad.
La señora Amalia vivió este caso. Aprendió el español en la ciudad mientras vendía, en lo que otras personas la asimilaban en la escuela. Este hecho la enorgullece. Doña Amalia sigue siendo comerciante, como gran parte de su familia. Vive rodeada de hijos, nueras y nietos, algunos de los cuales laboran en la ciudad. No es “millonaria”, pero no le va tan mal.

Su capacidad económica le permite, al menos, librarse de la mala atención que dan en los centros de salud y los hospitales públicos. Sólo se atiende en clínicas particulares. buzos la entrevistó mientras hacía compras en el mercado en compañía de su familia. Fueron por recaudo para hacer los tamales de la Candelaria.

La señora Gabina, en cambio, no sabe ya de fiestas. Cuando estaban sus hijos a veces hacía algo, pero hoy sólo va un rato a misa y su fe la ayuda a seguir adelante.

Medios
de subsistencia

Como en el pasado, la mayoría de los indígenas desempeñan las tareas peor remuneradas y con menos protección laboral y social: actividades agropecuarias, ambulantaje, servicios domésticos y artesanado.

A doña Gabina la muerte de su esposo la llevó primero a la depresión y luego al alcoholismo. Tres años anduvo vendiendo cerillos y más tarde, durante 10 años, vendió quelites en el mercado.

Más tarde se hizo “raspadora” de magueyes, oficio que consiste en extraer el aguamiel para hacer pulque, bebida que aún vende en su casa y en los alrededores cuando se anima a “ranchear”.

De este trabajo subsiste hoy, además del dinero que a veces le mandan sus hijas y un hijo, quienes apenas alcanzaron la adolescencia emigraron al Distrito Federal y al norte del país.

Otras familias mejor posicionadas de San Felipe del Progreso se dedican al comercio y la señora Catalina, además de lo poco que obtiene de su cosecha, vende sus bordados en servilletas, fajas y refajos. Éstos son una especie de fondo que usan las mazahuas bajo sus coloridas y brillantes faldas plisadas.

Discriminación
y falta de apoyo gubernamental

Según una Encuesta sobre la Discriminación en México que elaboró el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred) en 2010, lo que más resienten los pueblos indígenas es la discriminación de la población mestiza, que los distingue desdeñosamente por sus rasgos físicos, sus lenguas, sus ropas típicas y su pobreza,.
También resienten la falta de apoyo del Gobierno estatal, cuyos responsables en 2014 y 2015 destinaron más recursos públicos a promover la Identidad mexiquense que a los Pueblos indígenas, lo cual se demuestra con los presupuestos de Egresos correspondientes.

En 2014 se destinaron 341 millones 634 mil 378 pesos al rubro Identidad mexiquense, en tanto al de Pueblos indígenas sólo se le asignaron 246 millones, 515 mil 390 pesos. En 2015 el presupuesto del primero acopia 352 millones 15 mil 587 pesos y el segundo sólo 247 millones 655 mil 626 pesos.

Identidad mexiquense es un proyecto de difusión pública que exalta la grandeza de los pueblos originarios, el pluriculturalismo y el multilingüismo a través del Sistema de Radio y Televisión Mexiquense, Internet y otros medios de comunicación. En tanto, los indígenas de carne y hueso transitan en las calles y los campos del Edomex como sombras de un tiempo que ya no existe.

Educación

La educación pública tampoco hace nada por incorporar valores indígenas a la vida actual. Sus programas se trazan desde el exterior e insisten en homologarlos con los demás ciudadanos, soslayando sus lenguas, usos y costumbres.
En obra de este propósito se les utiliza en el papel o en la teoría, pero en la realidad se les anula y devalúa, de acuerdo con el artículo La educación indígena en el Estado de México, de Eduardo Andrés Sandoval Forero y B. Jaciel Montoya Arce.

De ahí que el rezago educativo entre los indígenas sea dos veces mayor al que padece la población no indígena: el 34.1 por ciento frente al 17.6, de acuerdo con el Coneval. La Universidad Intercultural del Estado de México (UIEM), fundada en 2004 y con sede en la cabecera municipal de San Felipe del Progreso, representa una oportunidad para que los jóvenes indígenas accedan a la vida universitaria, aunque no todos pueden hacerlo.

Sólo Berenice y otra vecina de la Presa de Tepetitlán pudieron terminar una carrera y para ello tuvieron que hacer grandes sacrificios. Entre ellos levantarse a las cinco de la mañana, caminar media hora hasta la base de taxis, recorrer tres horas de camino (ida y vuelta), pagar 30 pesos diarios y comer lo que pudieran.

De doña Gabina sólo una de sus hijas pudo llegar a la UIEM, aunque no terminó. “Fracasó”, dice, refiriéndose a que se embarazó antes de casarse. Ahora es ama de casa y tiene dos hijos. Vive en la Ciudad de México.

Vivienda

La casa de doña Catalina, hecha de piedras y láminas de cartón, además de no tener los servicios básicos, está cayéndose y es prácticamente imposible repararla. A su falta de empleo y un ingreso regulares, se suma su enfermedad. Hace algunos meses le detectaron cáncer. Uno de sus hermanos la ayuda, de otra forma no podría atenderse.
La señora Gabina y su suegra, una anciana de 84 años, vivían hasta hace un mes en una casa a punto de caerse. La vivienda estaba ubicada en una ladera y hace 10 años aproximadamente el vecino de abajo arrancó un enorme árbol que la sostenía. La casa se partió en dos y fue necesario tirar la otra mitad.

En el resto siguieron viviendo las dos mujeres, hasta que hace dos meses doña Gabina solicitó un préstamo con una de esas financieras que han proliferado en la cabecera municipal. Le construyeron un cuarto de cuatro por cinco metros y ahí viven ahora. Espera poder pagar con lo que gana y con lo que a veces le mandan sus hijos.

Programas sociales

En el Edomex existen más de 150 programas contra los rezagos sociales, pero sólo ocho están enfocados a ayudar a las comunidades indígenas. Cuatro son no monetarios, tres monetarios y no monetarios y uno monetario estudiantil (becas a ganadores de la Olimpiada del conocimiento). “Apadrina un niño indígena”, “Capacitación para el desarrollo indígena” y “Concertación para el desarrollo indígena”, son algunos de ellos.

La Cruzada Nacional Contra el Hambre también pretende apoyar a estas comunidades. De acuerdo con la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol), de los 400 municipios que se atendieron inicialmente, el 43.4 por ciento eran de hablantes de una lengua indígena.

Según la dependencia, en la zona mazahua había 40 comedores comunitarios a mediados de 2014; de éstos se beneficiaban 33 comunidades.

Otros programas con los que podrían resultar beneficiados los indígenas son el Programa para el Desarrollo de Zonas Prioritarias y del Fondo de Aportaciones para la Infraestructura Social (FAIS); el Programa Seguro de Vida para Jefas de Familia y las tarjetas del Programa Pensión para Adultos Mayores, del Esquema de Apoyo Alimentario SIN Hambre y Liconsa.

Sin embargo hay indígenas como doña Gabina que no saben de su existencia ni cómo acceder a ellos. La señora Catalina tiene el apoyo de Prospera (antes Progresa), pero 850 pesos que recibe cada dos meses no alcanzan para mejorar su actividad agropecuaria ni para emprender otro tipo de labor.

“Yo no le pido al Gobierno que me dé nomás porque sí. Lo que a mí me gustaría es que aquí pudiéramos tener trabajo y ganar nuestro propio dinero regularmente”, comentó doña Catalina, a quien le gustaría que pudieran instalarse talleres de textiles o cerámica en la comunidad o incentivar la pesca en la presa, que cada día está más contaminada.

Seguridad y justicia

La marginación y la dispersión de las comunidades indígenas las hace vulnerables a las actividades ilícitas. “Lo que impera es la ley del más fuerte y, en todo caso, la única protección que tenemos es la propia organización comunitaria. Si le hablamos a la policía llegaría dos horas tarde y no haría nada”, comenta Berenice, quien habló del constante robo de ganado en la Presa de Tepetitlán.
Y no hay nada que hacer, salvo salir a buscar a los animales para tratar de recuperarlos, lo que resulta imposible la mayoría de las veces.

Doña Gabina sufrió en alguna ocasión el daño de un vecino contra su casa y no le quedó más remedio que la resignación. “No tenemos dinero para ir a pelear al juzgado; tampoco nos conviene que este señor haga peores cosas en nuestra contra si lo denunciamos”, dijo.

Indígenas, mera escenografía

San Felipe del Progreso cuenta con uno de los dos centros ceremoniales indígenas que existen en el Edomex: el Centro Ceremonial Mazahua, ubicado en Santa Ana Nichi, y erigido en tiempos del gobernador Jorge Jiménez Cantú. El otro está ubicado en San Pedro de Arriba, en el municipio de Temoaya, y está dedicado a la etnia otomí.

En teoría son puntos de concentración indígena, pero los otomíes que viven a escasos minutos de Santa Ana Nichi jamás han pisado este centro ceremonial. En realidad son sitios de reunión exclusivos para la gente importante: presidentes, gobernadores, secretarios de Estado. El Centro Ceremonial Mazahua se halla frente a la Presa de Tepetitlán, pero doña Catalina no lo conoce.

“Es un lugar de manipulación ideológica, la entrada está restringida. A los indígenas sólo se les lleva ahí para que sirvan de escenografía para el proselitismo político. El jefe supremo mazahua sólo es un cargo político y depende de los nexos que tenga con quien preside el municipio”, de acuerdo con el señor Antonio, vecino de San Felipe del Progreso.
“Ahí han venido hasta presidentes de la República como Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto. Hacen grandes fiestas en marzo, pero estas celebraciones en nada cambian la realidad de los pueblos indígenas”, señaló.