Reivindicar el trabajo

Por Abel Pérez Zamorano


 Reivindicar el trabajo

La Crónica de Chihuahua
Enero de 2018, 09:00 am

(El autor es un chihuahuense nacido en Guazapares, es Doctor en Desarrollo Económico por la London School of Economics, miembro del Sistema Nacional de Investigadores y profesor-investigador en la División de Ciencias Económico-administrativas de la Universidad Autónoma Chapingo, de la que es director.)

Doctor en Desarrollo Económico por la London School of Economics, miembro del Sistema Na cional de Investigadores y profesor-investigador en la División de Ciencias Económico- administrativas de la Universidad Autónoma Chapingo.

El trabajo, esfuerzo humano transformador orientado a generar satisfactores de necesidades sociales, es condición del origen mismo del hombre; resultado suyo es ese portentoso órgano, el cerebro humano, y también la mano del hombre; la necesidad de coordinar sus actividades dio origen al lenguaje como sistema de señales más complejo que el empleado por los animales.

Mas no solo en el origen: cotidianamente es fuente nutricia de la vida humana, del trabajador y de quienes, no trabajan, algunos injustificadamente y otros porque sus condiciones lo impidan. Está incluso asociado a la longevidad. Toda la riqueza es fruto del esfuerzo físico y mental de los trabajadores, pues la naturaleza casi nada ofrece gratis, antes exige ingentes esfuerzos, disciplina y sudor, desgaste humano.

En tanto manifestación esencial del hombre, el trabajo en sí mismo es fuente de satisfacciones; tiene carácter hedónico, incluso lúdico y estético. Quien hace lo que le agrada lo realiza con buen ánimo y eleva su productividad; por eso cada persona debería poder realizar la actividad productiva que más le plazca, y cambiar de oficio si lo desea.

La satisfacción que deja el trabajo cuando se realiza una obra o hazaña difícil causa regocijo; como el científico que logra un hallazgo relevante o el operario que se sabe el mejor en su especialidad, el más virtuoso y hábil en el dominio de una herramienta o en la realización de una labor compleja con la mejor calidad. Son satisfacciones sanas y enaltecedoras.

Sobre la alegría de trabajar, es decir, existir humanamente, dice el inca Garcilaso de la Vega en sus Comentarios reales, refiriéndose a los antiguos habitantes del Perú: “Cuando barbechaban (que entonces era el trabajo de mayor contento) decían muchos cantares que componían en loor de sus incas.

Trocaban el trabajo en fiesta y regocijo porque era en servicio de su dios y de sus reyes [...] Los cantares que decían en loor del sol y de sus reyes todos estaban compuestos sobre la significación de esta palabra: hailli, que en la lengua general del Perú quiere decir “triunfo”: como que triunfaban de la tierra barbechándola y desentrañándola para que diese fruto [...] Y es admiración ver que con tan flacos instrumentos hagan obra tan grande. Y la hacen con grandísima felicidad, sin perder el compás del canto”. Aquella felicidad era posible porque, en condiciones de propiedad comunal, no se sentían explotados; el trabajo rendía frutos para todos, aunque hubiera diferencias.

Con el correr del tiempo, al surgir las sociedades divididas en clases sociales, la alegría del trabajo se trocó en tormento; cuando unos se apropiaron del esfuerzo de otros, creando un desincentivo. Privar al trabajador de los satisfactores que él creó es confrontarlo con el trabajo. Su obra queda así enajenada, separada de él para siempre.

Atentan contra un derecho humano quienes, desde la manufactura, han parcelado el trabajo, condenando a los hombres a una vida entera ejecutando una misma operación, un tormento de Sísifo, una labor monótona y enloquecedora, que asesina la creatividad del trabajador, no reta a sus capacidades ni a su inteligencia, no demanda mayor esfuerzo ni implica aprendizaje y crecimiento personal. La parcelación del trabajo termina mutilando las capacidades humanas.

Con la Revolución Industrial la máquina convirtió al hombre en apéndice suyo, dejando como lejano recuerdo los tiempos en que el artesano pensaba y diseñaba el producto, creaba mentalmente su obra antes de realizarla físicamente.

En la fábrica, en cambio, tan dividido y subdividido ha quedado el trabajo que el obrero no sabe ya a ciencia cierta que está haciendo. Asimismo, la industria fabril capitalista, cada vez más automatizada, genera desempleo, para maximizar la ganancia, a condición de privar al hombre de aquello que lo distingue en tanto humano, el trabajo.

El ocio enferma, no solo el cuerpo al dejarlo inactivo, sino la mente misma; por ejemplo, ello ocurre con los jubilados cuando dejan de trabajar. Por ello, la medicina emplea la terapia laboral para que los enfermos realicen esfuerzo creador y ocupen su mente en algo útil. A todo lo anterior habría que agregar el arraigado desprecio al trabajo manual, considerado inferior y menos relevante.

Apropiarse del trabajo ajeno a cambio de un salario de infrasubsistencia provoca también rechazo natural del trabajador a esforzarse, pues no ve en ello provecho alguno para él y su familia. Sabe positivamente que trabaja para enriquecer a otros, que acumulan y disfrutan ostensiblemente la riqueza frente a él, frente a su pobreza y el hambre de los suyos; naturalmente, sabiéndose robado, instintivamente procura trabajar menos, y viene entonces el anatema, terrible: ¡eres un flojo!

Y muchos dan por sentado que así es, que los trabajadores mexicanos son una multitud perezosa por naturaleza. Mas contra esa versión, estudios de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico concluyen que ellos laboran las jornadas más prolongadas en todos los países de ese club.

En tales condiciones, creadas por los propios empresarios, han germinado el repudio al trabajo y la holganza como ideal de felicidad, idea surgida, por cierto, entre las clases ociosas, que contagian a las demás su forma de pensar y concitan su imitación. Concebir al trabajo como algo idealmente evitable a nivel social es irracional, pues si no existiera, la humanidad entera desaparecería.

Tal ideal puede ser factible, y lo es, a lo sumo, para una exigua minoría que al no trabajar vive del esfuerzo ajeno, mas nunca será aplicable a la sociedad como un todo. Sobre la valoración del trabajo aquí comentada, permítame, amable lector, reproducir aquí un fragmento de la obra del filósofo italiano Rodolfo Mondolfo, El pensamiento antiguo, donde, citando a Hesíodo, dice en su página 30: “La conciencia de las dificultades atemperada por la fe en la actividad fecunda: la conciencia de los males mitigada por el pensamiento de los bienes asibles. Fácil es llegar a la condición miserable; corta y bruñida es la vía que a ella conduce. Pero los Dioses inmortales han mojado con sudor la que lleva al logro de la buena finalidad.

Hasta lograrla, el sendero es largo y empinado, pero, alcanzada la cima, se hace fácil, y desaparece la fatiga de la jornada. (Hesíodo, Trabajos y días, 286 y ss.) Acuérdate, por lo tanto, de mi exhortación y trabaja... Los Dioses y los hombres odian igualmente al que vive inactivo. Se asemeja a los zánganos que, inactivos, devoran el fatigoso trabajo de las abejas... No es vergüenza el trabajo; vergüenza es la falta de laboriosidad (Ibíd)”.

Paradójicamente, muchos pretendidos críticos del capitalismo causan igual daño, moral y físico, a los trabajadores cuando, a manera de escape a la explotación, les aconsejan como “solución” dejar de trabajar o simular que lo hacen. Tal es el error del sindicalismo desvirtuado y de políticos de discurso frívolo que prometen distribuir sin explicar cómo ni quién generará la riqueza.

En mi opinión, más que proponer que la sociedad ya no trabaje porque la explotan, la solución debe ser de fondo: acabar con la concentración de la riqueza y la explotación; cambiar las relaciones de producción liberando al trabajo de esa calamidad y regresándole su naturaleza satisfactoria, alegre y realizadora; y elevar los salarios para que así, viendo el trabajador que él y su familia son los principales beneficiados de su esfuerzo, se motive a trabajar con más ahínco y, de paso, eleve su productividad.