Progreso, justicia social y conocimiento

Artículo de Omar Carreón Abud


Progreso, justicia social y conocimiento

La Crónica de Chihuahua
Noviembre de 2012, 16:05 pm

De vez en cuando, porque así lo exigen sus intereses de grupo y, también, porque ganan credibilidad, los medios de comunicación dan entrada a algunas lacras de la sociedad moderna, las difunden y hasta las exhiben con notas que tienen estilo de denuncia, notas, que si queremos entender mejor el mundo en el que vivimos, no deben dejarse pasar sin un comentario ilustrativo que además tiene mucho que ver con el tema del día de hoy, es decir, con la relación que existe entre el progreso, la injusticia social generalizada y el conocimiento del mundo.

Registro, en primer lugar, que uno de los noticieros nocturnos de mayor audiencia, con motivo del enorme huracán que azotó el noreste de Estados Unidos, reportó que en la zona de Manhattan, por la calle 57, hay un grúa que quedó con una pesadísima pieza colgando peligrosamente y que en esa área hay edificios muy lujosos en los que un penthouse llega a costar hasta 100 millones de dólares. Comparto, asimismo, en segundo término, una nota del mismo noticiero en la que en el interior de una fábrica, un empresario de origen coreano, golpea en dos ocasiones seguidas a un trabajador que no se defiende.

La realidad es dura, insistente, terca y, entre vampiros, zombies y fiestas de disfraces del Halloween, destinados a marear al público, se abre paso y nos llega a través de los medios de comunicación que tanto se esfuerzan por ocultarla. ¡Un departamento de cien millones de dólares! No me detengo en preguntar qué puede tener adentro, sino en averiguar cómo le hizo el dueño para acumular esa cantidad de dinero para comprar su vivienda. ¿Es muy laborioso? ¿Se levanta muy temprano y se acuesta muy tarde? Si esto explicara ese “éxito” fenomenal, habría entonces en el mundo cerca de cinco mil millones de multimillonarios, es decir, casi todos los adultos. ¿Será entonces el capital invertido? Pero el capital invertido, aún los autómatas más modernos y sofisticados, exigen siempre, sin excusa ni pretexto, un modesto trabajador a su lado que los maneje y controle, el capital no arroja ni un centavo de ganancia sin el trabajo humano que lo ponga en movimiento. ¿Qué es, pues, entonces, lo que explica tales fortunas? El trabajo humano acumulado, sí, pero el ajeno, no el propio; en términos más toscos, la explotación del prójimo. Este es el mundo real. Aquí vivimos.

¿Y el otro caso, el del empresario que la emprende a patadas contra un trabajador que no osa defenderse? ¿Será una escandalosa excepción esa sobrecogedora sumisión de un ser humano hacia otro o, es la cotidianeidad, el mundo terriblemente real? Esto último, sin remedio. La democracia, la libertad de expresión, esos valores tan afamados en el discurso pero tan vapuleados y tan restringidos en la calle para el ciudadano común, se desvanecen apenas entramos a la fábrica, a la empresa moderna. ¿O estoy mal y debo corregirme? Como se ve, al interior de la empresa capitalista no hay ni libertad de expresión, ni democracia, ni derechos humanos: ahí, o se obedece ciegamente y se agacha la cabeza con humildad extrema ante cualquier arbitrariedad, o el trabajador se va a la calle. ¡Y todavía se urge en nuestro país una reforma laboral que sujete más a los obreros!

Pues bien, ese injusto mundo tiene que corregirse de inmediato. Y no sólo por justicia social, sino por la sobrevivencia del género humano completo. Aquí es donde entra la relación que existe entre el progreso, la necesaria justicia social y el conocimiento de la realidad. Sobre todo, porque el estado de Michoacán y el país entero acaban de ser testigos y partícipes –aunque sea involuntarios- de un movimiento estudiantil cuyas principales banderas eran el rechazo a que se les enseñe en las aulas a los futuros maestros el idioma inglés y las técnicas de la computación.

Soy un convencido de la necesidad del conocimiento para garantizar la sobrevivencia del género humano y para conquistarle una vida más cómoda y feliz y, hasta hace poco, hubiera escrito aquí: “y no creo que nadie lo ponga en duda” pero, después de haber sabido que en la llamada “Nueva Jerusalén” hay quienes se oponen a la educación pública para sus hijos y dicen que prefieren burros en el cielo que sabios en el infierno, ya no estoy tan seguro y no lo digo; no obstante, si hay alguien que conozca un pueblo en la tierra que haya progresado en medio de la ignorancia extrema, le solicito atentamente que me lo informe.

Pero ¿y el inglés? ¿y las lenguas maternas que dicen los normalistas que prefieren estudiar? ¿Qué decir? Napoleón Bonaparte era corso. Nació y pasó sus primeros años en la isla de Córcega que, precisamente, tres meses antes de que él naciera, había sido sometida a su dominio por las tropas francesas. Napoleón pasó sus primeros años escuchando y hablando corso (su lengua materna era para él, como para quienes son purépechas, otomíes o mazáhuas, el recuerdo imperecedero de la madre, la familia, el hogar, una delicadísima música nostálgica a la que nunca renunció) y, Napoleón, creció escuchando y compartiendo el repudio local por los conquistadores. Napoleón fue un joven nacionalista corso, aprendió francés y la cultura francesa y, a los 27 años, ya era el general en jefe de las tropas francesas, fue un revolucionario que transformó para siempre el mundo de su época. A buon intenditore poche parole.

El idioma inglés de nuestros días, así como la computadora, son poderosas, poderosísimas armas de conocimiento y de posibilidad de transformar el mundo. Nadie debería renunciar a ellas. Antes bien debería de ser una demanda muy perseguida de los estudiantes que quieran verdadera y auténticamente una educación de excelencia para servir a su familia y a su país, que quieran promover el progreso humano, hoy que nos azotan enfermedades que no podemos curar y que se agota y destruye el único planeta que tenemos. Si se quiere en verdad acabar con tanta injusticia y tanto sufrimiento, cerrar la brecha inmensa de los que tienen para un penthouse de 100 millones de dólares y los que no saben si mañana van a comer y se desea verdaderamente conquistar dignidad y respeto para el ser humano que, todavía, como en la época del esclavismo recibe puñetazos y patadas para obligarlo a trabajar, hay que aprehender la ciencia y la técnica más modernas. Renunciar a las herramientas del saber, renunciar a saber, es condenar al hombre al atraso y a la explotación. No voy con quienes eso pregonan y defienden.