Los campesinos, en espera de atención real

Poderosas fuerzas los empujan a abandonar el campo: el campo los expulsa y la ciudad no tiene para ellos un empleo decoroso; más específicamente, una economía agrícola atrasada, incapaz de alimentar a quienes en ella laboran, termina expulsándolos.


Los campesinos, en espera de atención real

La Crónica de Chihuahua
Enero de 2016, 19:25 pm

Abel Pérez Zamorano
Abel Pérez Zamorano es doctor en Desarrollo Económico por la London School of Economics, miembro del Sistema Nacional de Investigadores y profesor-investigador en la División de Ciencias Económico-administrativas de la Universidad Autónoma Chapingo. Chihuahuense, nacido en Témoris, Guazapares.

México.- Existe una tendencia al desplazamiento de la población rural hacia los centros urbanos, en unos países más acelerada u ordenada que en otros. En México, según INEGI, en 1950 vivía en comunidades rurales el 57 por ciento de la población; en 2010, sólo el 22. Poderosas fuerzas empujan a la población abandonar el campo: sus miserables condiciones de vida, cosechas o productos artesanales miserablemente pagados, incomunicación, falta de empleo y salarios frecuentemente por debajo del mínimo, carencia de servicios básicos y un atroz rezago educativo. Y a todo ello contribuye la incapacidad de asegurar el sustento familiar a partir de la actividad agrícola; entre los campesinos más pobres representa el 42 por ciento del ingreso familiar (SAGARPA, El comportamiento del ingreso rural en México 1994-2004). El campo, pues, sigue expulsando población, a lo cual se añade que la industria y los servicios han sido incapaces de generar empleos suficientes y de buena calidad para absorber la fuerza de trabajo que llega, de donde resulta que el 64 por ciento de los ocupados laboren en la informalidad, sin estabilidad en el empleo, prestaciones laborales ni seguridad social. En una palabra, el campo los expulsa y la ciudad no tiene para ellos un empleo decoroso.

Más específicamente, una economía agrícola atrasada, incapaz de alimentar a quienes en ella laboran, termina expulsándolos, como ejemplifica la revista Tierra Fértil, que en su nota del siete de este mes, dice: “En los últimos veinte años, alrededor de 530 mil unidades de producción en el país han ido a la quiebra por excesivas importaciones de lácteo y falta de un plan adecuado para toda la cadena productiva […] Las políticas públicas específicas para la lechería del país, en poco más de media década han llevado a la ruina a más de 300 mil productores...”. En otros sectores, las cosas no están mejor. A causa de los bajos precios (y costos) en otros países, importamos, principalmente de China e India, el 80 por ciento del algodón que aquí se procesa. Somos hoy el principal importador mundial de maíz blanco y amarillo de Estados Unidos; sobre esto, algunos analistas lo atribuyen a la falta de más rigor por parte de la Secretaría de Economía en la aplicación de los cupos o cuotas de importación; pero eso es sólo el fenómeno, la superficie del problema: en el fondo subyace un diferencial de costos, determinado por una profunda brecha productiva. El maíz de Estados Unidos es más barato, y para los ganaderos, molineros, etc., es más costeable importarlo. Consecuentemente, la solución no es, principalmente, endurecer el sistema de cuotas, sino transformar radicalmente nuestro sistema de producción agrícola para abatir costos y elevar la competitividad. Como agravante del problema estructural, ciertamente, en la importación de productos agrícolas, influyen también las políticas proteccionistas de Estados Unidos, como los subsidios a la agricultura.

En maíz, por ejemplo, tenemos rendimientos de 3.3 toneladas por hectárea; en Estados Unidos son más de diez toneladas y en Argentina ocho, debido a las economías de escala: en Estados Unidos se produce en unidades grandes (alrededor de 98 hectáreas por unidad de producción agrícola, Comité Nacional Sistema Producto, 2009), que permiten reducir costos, incluidos los financieros; nuestra producción de minifundio no permite obtener, por ejemplo, buen financiamiento por los altos niveles de riesgo debidos a lo incierto de la recuperación de los créditos por una banca comercial que busca, sobre todo, la máxima utilidad al menor riesgo. El director mismo de la Financiera Nacional admite que México tiene uno de los niveles más bajos de penetración de crédito al campo en América Latina. Sólo 10.4 por ciento de los productores agrícolas tienen acceso al crédito debido a las prohibitivas tasas de interés y al cúmulo de requisitos aplicados, y buena parte de los créditos no fueron otorgados por la banca, comercial o de desarrollo, sino por cajas de ahorro, o vía crédito comercial otorgado por las empresas compradoras de cosechas (Encuesta Nacional Agropecuaria 2014, INEGI).

La escala de producción, la cantidad producida y la magnitud de los medios y capital empleados, determinan en gran medida los costos. Si la escala aumenta, los costos de producción decrecen. Los llamados costos fijos se distribuyen entre volúmenes mayores de producto e impactan en menor medida en el precio final; en pequeña escala los costos fijos se aplican a una menor cantidad de producto y empujan los costos hacia arriba. Igual ocurre con los costos de información y otros de transacción, como gestiones, etc. Joseph Stiglitz ha abordado precisamente el problema de las llamadas “asimetrías en la información”, esto es, las diferencias en el acceso a la información relevante entre los grandes empresarios, en este caso agrícolas, y los minifundistas, cuyos ingresos, cultura y relaciones políticas les impiden acceder a la información relevante o privilegiada sobre los mercados. Por otra parte, para comercializar el gran productor podrá transportar sus productos a mejores mercados o almacenar en espera de mejores precios, pues tiene los recursos para ello. El minifundista, en cambio, venderá inevitablemente pronto y a orilla de parcela, empujado por su pobreza y urgente necesidad de recursos, y será víctima de los intermediarios, que se quedan con buena parte del valor creado.

El monto de la inversión es una barrera a la entrada a una producción competitiva, al igual que la escala y el paquete tecnológico necesario, fuera del alcance del pequeño productor. El nivel educativo de los pequeños productores constituye también una desventaja en la competencia, al igual que casi nulo peso político para colocar la producción y obtener apoyos oficiales que regularmente llegan a los productores ricos y, por tanto, mejor conectados con el poder. No es de extrañar que en ambiente tan adverso los campesinos se arruinen y abandonen sus parcelas para buscar el sustento familiar en otras actividades, informales e incluso ilegales.

Para enfrentar el problema y garantizar un ingreso decoroso, buenas condiciones de vida a los campesinos y reducir las presiones que los expulsan hacia las ciudades, se requiere una nueva política de desarrollo integral del campo, que atienda todas las manifestaciones de atraso y las carencias que sufren quienes allá viven, sobre todo los más pobres; que instrumente nuevos esquemas de financiamiento, organización e inversión pública en infraestructura, que conjuntamente eleven la capacidad productiva y hagan posible una estructura de costos competitiva que permita a los pequeños productores vivir de la agricultura; ello exige consolidar vía asociativa las fragmentadas unidades productivas en unas mayores, capaces de absorber tecnología avanzada.