Leyes que aumentan el sometimiento y no la libertad

Por Abel Pérez Zamorano


Leyes que aumentan el sometimiento y no la libertad

La Crónica de Chihuahua
Febrero de 2016, 11:45 am

(Abel Pérez Zamorano es un chihuahuense nacido en Témoris, Doctor en Desarrollo Económico por la London School of Economics, miembro del Sistema Nacional de Investigadores y profesor-investigador en la División de Ciencias Económico-administrativas de la Universidad Autónoma Chapingo.)

Convencionalmente se dice que las leyes fueron creadas para regular las relaciones sociales, garantizar la armonía e impedir que, como postula el darwinismo social, se imponga el más fuerte y destruya o someta a los débiles; la ley protegería a éstos últimos, acción justiciera que diferencia a la sociedad de la jungla. Y, ciertamente, la anarquía y la violación de las leyes no ayudan a los indefensos; una legislación favorable a ellos podría ser un instrumento, sólo uno más, en su defensa, y nada desdeñable, por lo que algo de razón hay en aquello de que la ley puede ayudarles, puede, siempre y cuando éstos adquieran la fuerza y la conciencia suficientes para hacerla respetar y evitar que quede en letra muerta.

Muchos supuestos izquierdistas “opositores” y sus partidos pregonan que con más leyes ellos pueden cambiar la ruda realidad: hacen de la ley un bálsamo de Fierabrás que cura todos los males sociales, para ocultar con ello la inocuidad de sus políticas, su abandono de los desprotegidos y sus genuinos intereses, a cambio de puestos y sinecuras; pretenden mantener su prestigio de defensores sociales, y el caudal de votos que ello deja, con un cúmulo de leyes pretendidamente protectoras de la sociedad, que en la práctica son meros placebos jurídicos. Que si hay discriminación de las mujeres, ¡faltaba más!, una ley que la prohíba, y santo remedio; que si se discrimina a los indígenas, pues otra que diga que eso no se vale, y así, como por ensalmo, el mal desaparecerá; que si millones de mexicanos no tienen una vivienda digna, no hay de qué preocuparse: los diputados harán una ley donde se diga que todo ciudadano tiene derecho a una casa; también otras que garanticen a todos el derecho a la salud, y así, ¡a dormir con la conciencia tranquila! Pero a pesar de tanta ley “protectora”, la realidad no mejora ni un ápice para los desamparados. Por ejemplo, están prohibidos los monopolios, pero éstos florecen en todo su esplendor e imponen condiciones comerciales leoninas, e igual hacen los poderosos bancos. Y es que con puras leyes no se mueve la realidad y no cambian los fundamentos de la economía, donde radica precisamente el meollo del asunto, la prueba del ácido para quienes se ostenten como defensores de las causas populares. Cuánta razón tenía Tolstoi cuando dijo que es más fácil hacer leyes que gobernar, y, permítaseme añadir, que luchar.

No obstante el cúmulo de cambios legales registrados, las grandes corporaciones siguen ejerciendo, cada día más un poder omnímodo, empobreciendo a la sociedad, y la ley es incapaz de impedirlo; más bien lo beatifica y protege, y pensar que en ella encontrarán amparo es una ilusión para consumo de masas; insisto, si algo había de eso, cada día es más añoranza que realidad. A la acumulación y los excesos del capital no los frenan leyes, pues como cualquiera sabe, no han sido diseñadas para eso, sino exactamente al contrario: para legitimarlos; sobre todo en las últimas tres décadas, con la implantación del modelo neoliberal, se ha consolidado el imperio absoluto de las empresas y su control sobre el Estado, en un mundo donde los monopolios son el verdadero gobierno; así, cada día es más válido aquello de que poderoso caballero es don dinero, pues aunque la ley está diseñada como un blindaje para favorecer la acumulación, aun en el remoto caso de que contenga alguna taxativa, por mínima que ésta sea, los hombres de dinero pueden sortearla y comprar la justicia.

Pero en los años recientes, más que legislaciones redentoras se ha desatado una ola de leyes llenas de prohibiciones, que aprietan el nudo gordiano que ata a los más débiles, o agregan más nudos que impiden a las personas ya casi hasta respirar, caminar, ver, pensar o, si se puede, soñar. Y en esta labor se han sumado izquierdas y derechas. Destaca particularmente el Gobierno del Distrito Federal, hoy, con una nueva ley, Ciudad de México: desde retirar los saleros de las mesas, hasta el nuevo reglamento de tránsito, con sus innumerables prohibiciones, nuevos argumentos a los policías para extorsionar con novedosos e imaginativos motivos. La reforma laboral impuso restricciones adicionales a los derechos de los trabajadores al establecer los contratos a prueba o reforzar el poder de las outsourcing; existe el derecho de huelga como defensa de los obreros, en el papel, pero lo que da con una mano, lo quita con la otra, pues impone tantas condiciones que termina volviéndose humo.

Ahora bien, ¿por qué esta fiebre legisladora, ese afán obsesivo de prohibir esto, aquello y lo otro? Ciertamente, no por una motivación subjetiva. Su causa radica en que a fuerza de empobrecer a la población, privarla de empleo o pagarle salarios cada vez más bajos, aumenta la desesperación social y la población busca mediante estrategias de sobrevivencia, informales o ilegales, lo que el modelo económico le niega legalmente. Pero el creciente malestar amenaza con desbordarse, ante lo cual, los dueños del poder recurren como medio de contención a aplicar una prohibición tras otra, haciendo más tupida la telaraña legislativa, y ay de aquél que viole las normas, porque sobre él, obviamente si es pobre, caerá, como gustan decir los funcionarios “todo el peso de la ley”. En una palabra, la fiebre de las prohibiciones es expresión de una creciente polarización económica y de una cada vez más insostenible acumulación de la riqueza.

El derecho sigue siendo instrumento de dominio, característica cada vez más evidente, pues ha ido dejando atrás su función de coadyuvante en el bienestar social, exhibiéndose como cobertura del ejercicio del poder, justificación para aplicar la fuerza. Y es que en la realidad las leyes han sido hechas por los fuertes, y ahora se han convertido en ídolos, dioses todopoderosos rodeados de una aureola de respetabilidad, muy útiles, y los funcionarios asumen el papel de sacerdotes impolutos a su servicio, excelente envoltura que oculta el real compromiso de éstos con los grandes empresarios, que es inconveniente admitir; más cómodo es, y hasta loable, ampararse en el slogan de que sólo se defiende la ley, la simple y pura ley, no más.

Así, aunque resulte paradójico, el exceso de leyes más que aumentar la libertad, la limita, y exhibe una sociedad injusta, sin liderazgo verdadero, sin políticas efectivas de fomento al bienestar social, y una izquierda que ha renunciado a encabezar el reclamo popular auténtico. Y más que esperar la redención legislativa desde arriba, los sectores afectados deben cobrar conciencia de su situación y convertirse en una gran fuerza capaz de hacerse respetar; los afanes de ganancia y la prepotencia no podrán contenerse sólo con leyes; éstas pueden ser muy útiles cuando recogen las necesidades sociales, a condición de no quedar reducidas a puro papel y tinta y no dejar su aplicación en manos de sus enemigos: la Iglesia en manos de Lutero, leyes en provecho de los pobres pero aplicadas por los multimillonarios, verdadera contradictio in adjecto. Un poder sólo puede ser frenado por otro poder, en este caso el de la sociedad civil políticamente consciente, en activa búsqueda de bienestar, y aunque se lo prohíban, a la postre se verá que, como dijo Goethe: la ley es poderosa, pero más poderosa es la necesidad.