La violencia, de la mano con la pobreza

Abel Pérez Zamorano


La violencia, de la mano con la pobreza

La Crónica de Chihuahua
Enero de 2015, 15:54 pm

(El autor es un chihuahuense nacido en Témoris, Doctor en Desarrollo Económico por la London School of Economics, miembro del Sistema Nacional de Investigadores y profesor-investigador en la División de Ciencias Económico-administrativas de la Universidad Autónoma Chapingo.)

Cada día la ola de violencia que azota al país se extiende y adquiere tintes más brutales, recientemente de manera destacada en Michoacán, Guerrero y Oaxaca. Y ante ello, lo peor que puede ocurrirnos es insensibilizarnos ante tanto horror, y terminar contemplándolo como algo normal, con lo que debemos aprender a vivir. Por sus resultados puede verse que la estrategia gubernamental aplicada no está teniendo éxito, pues al no derivarse de un diagnóstico correcto, hace imposible el eficaz tratamiento del problema, lo que se evidencia por las masacres, descubrimiento de fosas clandestinas, descuartizamientos y verdaderas batallas campales. Lamentablemente estamos ubicados entre los países con mayor violencia.

CIVITAS Institute for the Study of Civil Society, Reino Unido, 2010-12, en Comparaciones de criminalidad en países de la OCDE, con datos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), consigna que en delitos registrados por la policía y homicidios intencionales por cada 100 mil habitantes (tres veces más que su inmediato seguidor), México ocupa el primer lugar, y en robo, el tercero. Según el Índice Delictivo CIDAC, entre 2010 y 2012 el robo con violencia aumentó en 29 por ciento, robo de vehículo en 2, robo a transeúnte 14, lesión dolosa con arma blanca 31, y secuestro, 27 por ciento.

El problema ha crecido debido a que la respuesta es fundamentalmente policíaca y punitiva: armamento más sofisticado, creación de nuevas corporaciones y penas más duras para los infractores, de todo lo cual se ufanan sus impulsores desde el Congreso y el Gobierno. Muchos gobernantes incluso presumen de las miles de cámaras de video que están instalando, convirtiendo con ello al Gobierno en un auténtico Big Brother orwelliano, y haciendo del mexicano un régimen cada vez más policíaco, pero infructuosamente.

Como síntoma de una sociedad enferma y parte esencial de la estrategia de combate a la delincuencia, el número de presos aumenta: “En los últimos 17 años, de 1994 a 2011, la población en las cárceles del país prácticamente se triplicó, al pasar de 86 mil a 231 mil 510 reclusos, sin que la inseguridad ni la delincuencia hayan disminuido” (Crónica.com.mx, con datos de la Secretaría de Seguridad Pública federal). Agréguese que las cárceles no son para nada centros de rehabilitación social, sino escuelas del crimen; esto sin hablar de las infrahumanas condiciones en que viven la mayoría de los internos, ni del costo que el sistema penitenciario implica.

Pues bien, ateniéndonos al criterio de la práctica observamos que a pesar de todos esos “progresos”, la violencia avanza, poniendo de manifiesto lo incorrecto del diagnóstico y el tratamiento consecuente, que parten de una explicación idealista, que desdeña las raíces económicas y sociales del fenómeno y lo atribuye a factores subjetivos, como: “ambición desmedida”, “cultura de la violencia”, o “maldad humana”, pero ningún hombre nace malo: la sociedad los hace, salvo, obviamente, los casos patológicos.

Las causas son más profundas, y son, en primer lugar, los elevados y crecientes niveles de pobreza, consecuencia a su vez del modelo de concentración de la riqueza, que priva de lo elemental a muchos millones de mexicanos, como en el sector agrícola, que no genera ingresos para asegurar una vida decorosa a los campesinos, y donde el 93 por ciento de los 3.5 millones de productores de maíz cultiva superficies menores a cinco hectáreas; de ahí es prácticamente imposible obtener el sustento de una familia.

Asimismo, síntoma de una economía anémica, en el sector informal sobrevive el 58 por ciento de la población ocupada. Como admite la OCDE, entre sus países miembros, en México se pagan los salarios más bajos y se laboran las jornadas más prolongadas. Según el Consejo Nacional de Evaluación de Política de Desarrollo Social (Coneval) 2013), 51.5 millones de mexicanos padecen en alguna medida inseguridad alimentaria; y recuérdese que el hambre es muy mala consejera, y ante ella resultan impotentes instituciones, leyes, amenazas y cárcel. Y si hablamos de derechos humanos, el primero de ellos es sobrevivir, y si para muchos esto no es posible por la vía legal, necesariamente lo harán por la ilegal. La pobreza es, pues, el fermento social en que germina la violencia.

De fundamental importancia también es el bajísimo nivel educativo: según el Instituto Nacional para la Educación de los Adultos (INEA), en México hay cinco millones 115 mil analfabetos, pero son muchos más si consideramos los que alguna vez aprendieron a leer y escribir pero por falta de práctica lo han olvidado. Hay, además, 7.5 millones de jóvenes en edad de asistir a la universidad, pero que son rechazados y condenados al ocio forzoso sin poder incluso trabajar, viendo sus vidas perderse de manera estéril, privados de toda oportunidad de realización personal. Son millones de jóvenes a quienes se ha amargado y frustrado, dejándoles sólo rencor hacia la sociedad y sus normas.

¿Qué de extraño tiene entonces que se enrolen en la delincuencia? En fin, la pésima impartición de justicia, los abusos de la autoridad sobre los más débiles; todo esto contribuye a crear el ambiente propicio para un México violento. En contraste, y sólo como ejemplo de lo que ocurre cuando se eleva el bienestar social, en diciembre de 2013 la prensa mundial reportó el curioso dato de que en Suecia fueron cerrados cuatro penales… por falta de presos; y no es mera coincidencia, pues ese país registra un ejemplar Índice de Desarrollo Humano: el sitio 12 en el mundo; México, en cambio, se sitúa en el sitio 71. Tampoco es coincidencia que las manifestaciones más virulentas de violencia ocurran en estados con muy bajo nivel de desarrollo social y económico.

Causas exógenas influyen también, principalmente nuestra vecindad con Estados Unidos, principal consumidor de drogas en el mundo, y el mayor exportador de armas: su industria armamentista es una base fundamental de su economía, y México es un cliente destacado mediante el trasiego fronterizo; y es difícil pensar que esto ocurra por ignorancia de las autoridades norteamericanas, que de aquí para allá exigen todo el sacrificio de las fuerzas armadas y del Estado mexicano para evitar el paso de droga, pero por los resultados puede colegirse que desde allá nada hacen para impedir el trasiego de armas. Así, la industria de guerra de Estados Unidos encuentra un buen mercado para su gigantesca producción, y realiza grandes ganancias, pagadas con miles de vidas de mexicanos.

Las consecuencias económicas de la violencia, aunque difíciles de cuantificar con exactitud, de todas formas se dejan ver en el aumento en costos de transacción en las empresas; concretamente aumento en robo de mercancías, asaltos, secuestros, que obligan a incrementar la vigilancia de instalaciones y vehículos que transportan mercancías, así como condiciones más desventajosas para la obtención de crédito. La inversión se ve inhibida al no existir condiciones de tranquilidad y respeto a los derechos de propiedad necesarios y a las instituciones.

En fin, para revertir la ola de violencia que daña a nuestra sociedad, deben suprimirse sus causas, más que atacar efectos; en concreto, distribuyendo mejor la riqueza, mediante la generación de empleos suficientes y bien pagados para todo aquél que desee trabajar; asimismo, elevar la calidad de la educación y dar oportunidad de estudiar a todo aquél que lo desee. También debe frenarse la demanda de droga y la oferta de armas desde los Estados Unidos. Sólo así tendremos un México en paz.