La venganza de la guionista

Frederica Sagor Maas, que vivió 111 años y murió el 5 de enero de 2012, representa a la perfección las envidias, miserias y misoginia del primer Hollywood.


La venganza de la guionista

La Crónica de Chihuahua
Enero de 2013, 16:11 pm

Cuando uno empieza a leer La escandalosa señorita Pilgrim (editorial Seix Barral), cree abrir otro libro de memorias con revelaciones chispeantes, cotorreos asombrosos y anécdotas con las que derrotar a los amigos cinéfilos. Cuando acaba, queda el regusto amargo de haber conocido a una mujer derrotada por una panda de inútiles sin criterio ni talento, una mujer que incluso declarando su amor por su esposo no dejaba de reconocer cómo se supeditó a él. “En conjunto, esta historia habla de la frustración, la desilusión y la pena: momentos que quizá es mejor dejar en el barbecho o en el olvido. Sin duda, así es como me sentía en 1950, cuando me despedí por fin, sin lágrimas, de la industria hollywoodiense que me había envuelto y atrapado en su red de promesas. Había decidido olvidar y continuar con otras búsquedas. Lo hice, y nunca miré hacia atrás. Hasta ahora”, dice su autora en el prólogo de las memorias, que publicó en 1999, a los 99 años.

Porque Hollywood llevó a la guionista Frederica Sagor Maas al borde del suicidio. Y por suerte, superó las tentaciones y vivió hasta el 5 de enero de 2012, cuando había cumplido 111 años y 183 días. Era la última de una estirpe, la de las mujeres –muchas, muchísimas, a las que la historia no ha reconocido y cuyos nombres se pierden deglutidos por las fauces de la industria– que levantaron el séptimo arte en los inicios de las majors en Hollywood. Sagor Maas era más lista que sus colegas de profesión, y se sintió ninguneada, acosada sexual y profesionalmente, plagiada en un mundo loco, que se regodeaba en sus excesos. A todos los dejó atrás: “Todos vosotros, panda de sinvergüenzas, estáis ya bajo tierra, mientras que yo sigo aquí, vivita y coleando”.

Imagen de Frederica Sagor Maas. / Fotografía de Editorial Seix Barral

Sagor Maas nació en Nueva York, la hija pequeña, la cuarta, de una familia de inmigrantes judíos: fue la primera en nacer en la tierra prometida. No acabó sus estudios de periodismo porque se enganchó al cine. Solo la gran pantalla le salvaba de la frustración de su paso por la Universidad de Columbia y dos veranos de trabajo en sendos periódicos.

“Un anuncio en la sección de oportunidades comerciales de The New York Times me llamó la atención. Lo que se ofrecía era “ayudante de coordinador de desarrollo” en las oficinas que Universal Pictures poseía en Nueva York. El anuncio tenía un tono intrigante de promesa, importancia y novedad. Al día siguiente me salté las clases en Columbia”. Frederica Sagor subió hasta el cuarto piso del número 1.600 de Broadway y su vida cambió por completo. Rodeada de borrachos, tipos de vuelta de todo, gente sin ningún interés por su trabajo, Sagor comenzó a escalar en la oficina, hasta que llegó a dirigir la delegación de Universal Pictures. Iba al teatro casi cada noche, leía galeradas de novelas una tras otra, a la búsqueda de esa joya oculta que mereciera la pena llegar al cine. Y las encontró… Otra cosa es que sus jefes le hicieran caso.

“Todos vosotros, panda de sinvergüenzas, estáis ya bajo tierra, mientras que yo sigo aquí, vivita y coleando"

Y a pesar de todo, Sagor viajó a Holly­wood, con la intención de ser guionista, con fe en su talento y su olfato para las historias. Encontró muy pocas personas a su altura. Por ejemplo, Ben Schulberg, expresidente de Paramount y padre de Budd, gran guionista y uno de los chivatos en la caza de brujas, que ya estaba en el declinar de su carrera. Poco más. Sagor picoteó en varios estudios, y en ninguno encontró un amor limpio al cine. Por ejemplo, entra a saco contra la major más potente de la época: la Metro-Goldwyn-Mayer: “Es necesario decir algo sobre el despilfarro que existía en Metro-Goldwyn, a diferencia de lo que ocurría en todos los demás estudios, donde había que adherirse estrictamente a un presupuesto y una previsión general. Siempre he pensado que la apelación de genio se ha concedido de forma un tanto inexacta a Irving Thalberg, a quien considero el peor perpetrador de derroches de la industria. Su credo era: ‘Si no tienes éxito a la primera, inténtalo, inténtalo de nuevo’. El dinero y el tiempo nunca eran algo a tener en cuenta; solo importaba la perfección. Con esa flexibilidad era casi imposible no obtener una buena película”.

A Sagor pocas veces le reconocieron su labor en títulos de crédito o respetaron su escritura original. Sus libretos sirvieron de rampa de lanzamiento a estrellas del cine mudo como Louise Dresser, Constance Bennett o Clara Bow. Para Bow adaptó la novela de Percy Mark The plastic age, mientras que Greta Garbo hacía suyo el libreto de El demonio y la carne. Para Bow, Sagor reserva estas palabras: “Era una cría, hambrienta de amor y obsesionada con el sexo”; a Joan Crawford la despacha con “era una tipa que mascaba chicle, muy maquillada, con la falda hasta el ombligo, el pelo rizado y en desorden. Un putón”. Solo siente cierta empatía con la actriz Norma Shearer… que acaba casándose con Thalberg. Sufrió la misoginia, la discriminación por ser guapa y lista, sufrió los locos años veinte hollywoodienses, estuvo en fiestas con más prostitutas que artistas. Ganó dinero, lo repartió y lo perdió. Vio cómo llegaba el sonoro. Tuvo diversos amoríos. Conoció los restaurantes de moda, el ascenso y caída de distintos locales solo porque iban (o no) las estrellas. Y entre tanta basura, se enamoró de Ernest Maas, otro escritor con talento devenido en ejecutivo, con quien se casó en 1927.

“Supimos que nuestros días en Hollywood habían terminado”. Y cambiaron el cine por los seguros

El matrimonio Maas Sagor intentó hacer carrera por su cuenta, escribiendo guiones a cuatro manos o vendiendo sus historias de forma individual. Rozaron la miseria, y en el último momento decidieron volcar su habilidad en sendas historias cercanas a sus corazones: Photo by Brady, sobre uno de los pioneros de la fotografía en EE UU, y Miss Pilgrim’s progress, una historia feminista sobre el trabajo femenino que en 1947 Darryl F. Zanuck destrozó y convirtió en un musical, La escandalosa señorita Pilgrim, para lucimiento de Betty Grable, y que por cierto fue la primera aparición en la pantalla de Norma Jean, más conocida como Marilyn Monroe. Contra estas manipulaciones, Sagor Maas protestó y se ganó fama de buscapleitos, de comunista, calificativos surgidos de una industria que ella misma calificó de “sin sustancia”.

Todo esto, o su labor como crítica teatral en The Hollywood Reporter, se perdió en el viento. En 1950, el matrimonio, completamente arruinado, dirige su Plymouth a las colinas de Hollywood con intención de suicidarse. “Arreglamos nuestras cosas, escribimos cartas adecuadas y escogimos el sitio. Era en lo alto de una colina aislada de Eagle Rock donde no había casa, uno de nuestros lugares favoritos, donde íbamos a menudo a trabajar y a ver espectaculares atardeceres (…). El último paso era encender el motor. Lo siguiente que supimos era que estábamos abrazados, asustados y sollozando. ¡¿Qué estábamos haciendo?! (…) Nos teníamos el uno al otro y estábamos vivos. Pero sabíamos, sin la sombra de una duda, que nuestros días en Hollywood habían terminado”.

Y ahí empezó la segunda vida del matrimonio. Trabajó en compañías de seguros, con lo que así pagó sus facturas; Ernest escribió como negro de otros. Solo tras su muerte en 1986, a los 94 años, de párkinson, Frederica se decidió a escribir sobre lo vivido. Y cómo habló.