La rebelión de las sotanas

**Por sus discursos y su apoyo a migrantes e indígenas, los clérigos Mario y José enfrentan el rechazo y la discriminación de su propia diócesis


La rebelión de las sotanas

La Crónica de Chihuahua
Febrero de 2016, 21:30 pm

Es casi la medianoche y el calendario marca 23 de septiembre de 2015. Tres migrantes hondureños acaban de ser heridos de bala por guardias de seguridad de una empresa ferroviaria en un oscuro paraje situado entre las comunidades de San Nicolás y Bordo Blanco, en Tequisquiapan, Querétaro.

Los heridos fueron llevados a un hospital, pero otros 37 migrantes —entre hombres, mujeres y adolescentes— quedaron desamparados al ras de las vías de un tren de carga parado. En su ayuda acudieron el clérigo Mario González Melchor y Martín Martínez Ríos, un ciudadano común. Ellos son los fundadores de la Estancia del Migrante González y Martínez, y esa noche llevaron alimento, café y cobijas al grupo de personas.

Desde hace 15 años, González Melchor y Martínez Ríos realizan una labor que ninguna instancia pública, privada o religiosa lleva a cabo en Querétaro, y pocas en el resto del país: obsequiar alimento, medicinas, a veces alojamiento, asesoría legal y orientación sobre rutas de riesgo a migrantes nacionales y centroamericanos que sufren de interrupción de tránsito mientras viajan a bordo de trenes cargueros que suben por el territorio nacional hacia la frontera norte.

“Solamente distintos”

“Ni rebeldes ni disidentes, solamente distintos”, así es como se definen los sacerdotes Mario González Melchor y José Martín Hernández Martínez, ambos nacidos en la Ciudad de México, con trayectorias que promedian 20 años de trabajo en las comunidades que les fueron asignadas.

Como consecuencia de sus discursos y acciones, “por no ser padrecitos cómodos”, ambos clérigos han enfrentado distintas formas de exclusión en sus diócesis, discriminación y estigmatización entre sus greyes, así como persecución y violencia de grupos políticos que se han sentido afectados en su sensibilidad o intereses.

Trabajan por separado, pero asumen que pertenecen a una corriente minoritaria del clero mexicano: González labora en el semidesierto y valle central de Querétaro en favor de los migrantes; Hernández, en la sierra norte de Puebla, en apoyo a los derechos indígenas. En entrevista, aseguran no ir en pos de ninguna revolución civil, sino apenas buscar que su Iglesia “recupere el rumbo y no se aparte de la base cristiana: dar de comer al hambriento, instruir al ignorante, despertar las conciencias...”.

Trabajo desde abajo

Hay clérigos que no van a ninguna parte sin la sotana, pero el cura Mario González Melchor sólo la porta para oficiar misa en su parroquia, la de San Francisco de Asís, situada en Colón, Querétaro, y de inmediato vuelve a la ropa de calle.

Tiene un talante llano y espontáneo que le ha ayudado a enfrentar muchas contrariedades como segregación, exclusión y amenazas.

Su más doloroso desencanto, explica, ha sido darse cuenta del despotismo con el que muchos de sus colegas perciben la causa que él protege: los derechos humanos del migrante.

“Muchos sacerdotes ven a un migrante y de inmediato sienten miedo, lo ven sucio, maltratado, que habla diferente. Entonces le dan 20 pesos y le dicen: ‘Ten, pero no vuelvas’. Creo que esos colegas se han apartado ya de la base cristiana: ayudar al forastero”, comenta.

Cuando escucha los remilgos de muchos curas, González suele cuestionarlos con paciencia: “A ver, ¿qué busca en nuestro pobre México un migrante centroamericano? Sólo llegar a EU. Así pues, sólo te piden un poquito de comida, un poquito de ropa. Caracho, padre, abre tu despensa. Tienes en tu presupuesto un grupo de apoyo social. Úsalo. No importa que no tenga identificación o te dé un nombre falso. Ayúdalo. Que si está herido, que te puede comprometer, que te puede matar. Pues si te mata, que no lo creo, ¿qué importa? ¿No se supone que juraste que tenías que darlo todo? ¿No se supone que estamos todos en pos del mismo reino?

“Hay clasismo, racismo y, por supuesto, ignorancia entre mis hermanos sacerdotes”, califica este clérigo sui géneris, quien en compañía de Martín ha pasado 15 años de su vida buscando abastecer mediante donativos la despensa de su estancia. “Es muy complicado convencer a mis hermanos sacerdotes: algunos te dicen que te van a apoyar, pero sólo de palabra”, afirma.

González sabe de lo que habla porque se asume como migrante desde que nació. “Mire, soy de la Ciudad de México, de madre poblana y padre queretano, con raíz indígena. Hace 40 años fui un niñito chilango en Querétaro, donde nadie quería jugar conmigo (...) Como cura de Huimilpan, hace 15 años, migré a Ohio para atender a jornaleros hispanos, pero no conté con que estábamos ubicados entre 31 grupos racistas y a sólo un kilómetro de la sede del KuKluxKlan. Evidentemente, me vieron chaparrito, moreno e indígena, así que fui expulsado con infamias. Regresé a Querétaro y pues le conté lo que ha sido mi mayor lucha: con mis hermanos sacerdotes”, dice.
EL UNIVERSAL