La acumulación de riqueza, principal enemiga de la democracia

Por Abel Pérez Zamorano


La acumulación de riqueza, principal enemiga de la democracia

La Crónica de Chihuahua
Marzo de 2016, 20:28 pm

(El autor es un chihuahuense nacido en Témoris, Doctor en Desarrollo Económico por la London School of Economics, miembro del Sistema Nacional de Investigadores y profesor-investigador en la División de Ciencias Económico-administrativas de la Universidad Autónoma Chapingo.)

Según el artículo 35 constitucional, es derecho ciudadano poder ser votado para todos los cargos de elección popular. Teóricamente, cualquiera con sus derechos a salvo puede ser presidente municipal, diputado, senador, gobernador o presidente de la República. Supuestamente, todos somos iguales ante la ley, la famosa igualdad jurídica, mas la realidad se resiste a ese mandato de papel, pues como es propio de los países capitalistas, en México este precepto jurídico es nugatorio: lo anula la desigualdad económica. Dice Joseph Stiglitz en su obra El precio de la desigualdad que la democracia se funda en el principio de una persona un voto, postulado que en la realidad ha sido remplazado por un dólar un voto, de manera que quienes más dinero tienen, más poder tendrán para elegir gobernantes y manejarlos a conveniencia, privilegiando así al capital sobre el interés social en la política de Estado. Y el problema se agudiza: conforme la desigualdad aumenta, la base económica y social de la democracia se erosiona peligrosamente. Al respecto, Stiglitz cita a Paul Krugman, premio Nobel de Economía: “La extrema concentración del ingreso es incompatible con la democracia real. ¿Puede alguien negar que nuestro sistema político está siendo pervertido por la influencia del gran capital, y que la perversión está empeorando conforme la riqueza de unos cuantos se hace más grande?” (Ibíd. P. 171).

Así el capital se asegura la subordinación de los políticos, y se impone el poder de la elite económica sobre la “voluntad popular”, reducida a mera pantalla para ocultar al primero. A nadie escapa, por ejemplo, que el acceso a la información depende del ingreso y la educación de las personas, ocasionando asimetrías en la información entre clases sociales, cuyos niveles educativos y culturales determinan su capacidad para analizar la realidad y discernir sobre alternativas políticas. También la posibilidad de disponer de tiempo y medios para hacer campañas, asistir a mítines y asambleas, acceder a los medios de comunicación e influir sobre la percepción política social, dependen de la capacidad económica de las personas. Los empresarios de medios de comunicación tienen el poder para combatir adversarios políticos, hacer y destruir honras y fabricar ídolos de barro, llevando así ventaja absoluta en las elecciones. Dice al respecto Stiglitz, refiriéndose al uno por ciento más rico de la población estadounidense (que hasta 2007 controlaba el 65 por ciento del ingreso total del país, y hoy más del 90), que “… estas inversiones pueden rendir utilidades mucho más altas que las comunes, si se incluye el impacto en el proceso político”. Y añade que: “Desde que las corporaciones tienen muchos millones de veces más recursos que la vasta mayoría de americanos individuales, la decisión tiene el poder de crear una clase de promotores políticos súper ricos con un interés político unidimensional: incrementar sus utilidades” (p. 165, edición W. W. Norton & Company, 2013). Y remata: “… la mayor parte de los dos mil millones de dólares gastados en la campaña [presidencial de Estados Unidos] fue recabada (por los dos partidos) de las personas del uno por ciento…” (xvii, Ibíd.). Respecto a la actual elección, BBC News (17 de marzo), con datos del Federal Election Commitee, dice que el multimillonario Donald Trump está financiando personalmente su campaña. ¡Cuánto dinero tendrá! Más aún, cuánto piensa obtener, pues el gasto en una campaña es visto como inversión de la que se esperan utilidades. Hillary Clinton ha recibido donaciones por 130.4 millones de dólares, que le ha valido la acusación de Bernie Sanders de ser la candidata de Wall Street, es decir, de los grandes bancos; en el apoyo total a la candidata, los pequeños donadores (menos de 200 dólares) apenas representan alrededor del 17 por ciento; para el candidato republicano John Kasich, sólo el 14; para Ted Cruz, sus donadores son mayoritariamente empresas petroleras, gaseras y agrícolas, principalmente texanas. Obviamente, ningún empresario apoyaría con tanto dinero a un candidato desinteresadamente: esperan obtener grandes beneficios desde el poder, más aún, controlarlo. Esto nos enseña que en la democracia actual el poder se compra, pues para ganar una elección presidencial en Estados Unidos (y en países como el nuestro) hay que recaudar, o poseer, mucho dinero. Mas no sólo al elegir gobernantes se invierte. Sobre el caso Estados Unidos apunta Stiglitz que: “… más de tres mil 200 millones de dólares fueron gastados en lobbying sólo en 2011. La principal distorsión es para nuestro sistema político; el principal perdedor, nuestra democracia” (Ibíd. P. 119). Los empresarios que logran colocar a sus representantes en el poder diseñan las políticas de Estado, por ejemplo, el sistema fiscal, evitando ser gravados con impuestos, y legislando en su favor en cuestiones laborales, ambientales, etc., o decidiendo sobre la aplicación del gasto público. Además, imponen a sus personeros en los cargos públicos más influyentes.

Y no se vale protestar, pues quien lo haga será ipso facto acusado de delito de lesa sociedad: “provocar” la lucha de clases y con sus palabras “dividir” a la sociedad, un engaño del tamaño del mundo, pues esa lucha existe objetivamente desde hace mucho tiempo, y hoy con renovada crudeza, como lo aceptan los más conspicuos representantes del actual estado de cosas. Stiglitz cita al multimillonario Warren Buffet, quien tranquilamente afirma: “Ha venido ocurriendo una lucha de clases durante los últimos veinte años y mi clase la ha ganado”.

La descrita es, guardando las proporciones, la situación imperante en las economías dominadas por el capital, donde las campañas presidenciales son todo menos programas o propuestas, carisma, voto libre de coacción, etc., sino cuestión del peso en millones de quienes patrocinan a cada candidato. Es la democracia de los multimillonarios, una guerra de potentados por el control del gobierno, de la que el pueblo queda excluido de facto, y, consecuentemente, la democracia, entendida como gobierno del pueblo y para el pueblo, se ve reducida a un cascarón, vacío de contenido, pues el pueblo, en cuyo nombre se gobierna, no tiene dinero ni padrinos ricos para hacer valer sus intereses. La democracia es también mercancía, y no es exagerado decir que tendrá acceso a ella quien tenga para pagar boleto de entrada; pero el problema se agudiza, pues en tanto la riqueza siga acumulándose y el número de pobres aumentando, serán más los excluidos, pues la igualdad económica, supuesto básico de la igualdad política real, va desapareciendo. Consecuentemente, sólo en una sociedad con distribución equitativa podría haber iguales derechos políticos y de todo tipo; en una tan polarizada como la actual, es una ficción. Así, no es por mencionarla, como un conjuro, que surge y se encona la lucha de clases; la causan quienes acumulan toda la riqueza, secuestran la democracia, empobrecen a masas mayores a extremos inauditos, arrasan la base real de la democracia, la convivencia civilizada e institucional, e incitan la inconformidad y la crispación social. Por su parte, a los excluidos, que son legión, sólo les queda un recurso defensivo: su número, aunado a su conciencia, unidad y cohesión, para hacer valer su voto y ser respetados. Sólo así podrá el pueblo rescatar la auténtica democracia y que ésta deje de ser juego de elites.