Historia de una tonelada de carbón

**En la Cuenca Carbonífera de Coahuila, el producto extraído se conoce como "carbón de sangre", por la alta cuota de vidas que cobra su explotación, muchas veces en instalaciones inseguras.


Historia de una tonelada de carbón

La Crónica de Chihuahua
Diciembre de 2021, 14:01 pm

El País/
Texto: José Luis Pardo Veiras
Fotografía: Felipe Luna
Video: Óscar A. Sánchez

En solo cinco municipios de Coahuila se extrae el 99% del carbón de México. El negocio alrededor de este combustible ha matado a más de 3.000 mineros, contamina el aire y los ríos y causa enfermedades. Pero es el sustento de miles de personas que cada día arriesgan la vida para alumbrar nuestras casas. Hoy, cuando la crisis climática exige una transición en la que este combustible quede en el pasado, la región carbonífera enfrenta el ocaso de su razón de existir

Los dos invernaderos que Matías Zamora cultiva en su casa en Cloete, Coahuila, al noreste de México, están poblados de arbustos podridos de durazno. El último febrero los aires fríos del Polo Norte, ayudados por la crisis climática, viajaron más al sur de lo habitual y la tormenta invernal se convirtió en un granizo con piedras del tamaño de un puño que destruyeron gran parte de la cosecha. Después de cuatro años persiguiendo su sueño de ser agricultor, lo que cayó del cielo fue el último empujón para que Zamora volviera a las profundidades de la tierra. Sus párpados están delineados por una sombra negra —parece haberse maquillado para dar más intensidad a sus ojos verdes—; junto a su larga melena y su camisa desabrochada hasta el pecho le dan un aspecto de músico de heavy metal. Pero es la marca de que acaba de regresar de una mina de carbón, uno de los oficios más peligrosos del mundo, que alimenta a una de las industrias más contaminantes del planeta.

Un pueblo de carbón

Los huertos de Matías Zamora son un lugar común: una flor en el desierto, un toque verde en el gris carbón. Una tarde de octubre de 2021, Zamora camina entre los pocos duraznos que sobrevivieron quitando las malas hierbas y extrañando las cebollas, los chiles, las lechugas, las calabazas que le daban sustento en los años en que, para sobrevivir, cuidaba la tierra en vez de perforarla. “En la siembra hay vida, en las pozas te vas deteriorando como las herramientas”, dice. Aquello fue un paréntesis vital desde que siendo un niño migró de Real de Catorce en San Luis Potosí —una mina de plata abandonada convertida en atracción turística—, para llegar a uno de los cinco municipios de la región carbonífera de Coahuila, donde se extrae el 99% del carbón en México. A sus 42 años, excepto por un periodo en Estados Unidos y unos meses en los que dejó la minería después de quedar sepultado y romperse un pie, todos sus días han estado ligados a la piedra negra, porque en esta región los hombres de su edad acababan en la mina casi con la misma inevitabilidad con la que la Tierra es atraída por el Sol.

El carbón iluminó el mundo. Gracias a él se universalizó el gesto de presionar un interruptor. Fue el combustible que alimentó la Revolución Industrial. Quedó inmortalizado en la cultura popular en las novelas de Charles Dickens. Es un símbolo de una época pasada que, sin embargo, sigue omnipresente.

En su forma destilada, el coque, es imprescindible para forjar el acero con el que se construyen los aviones, los puentes, los edificios y todavía es la principal fuente para generar energía —cubre un tercio de la demanda mundial— a pesar de que el negocio a su alrededor mata mineros, contamina el aire, los ríos, y causa enfermedades respiratorias, a veces mortales. En México, organizaciones ambientales calculan que las carboeléctricas produjeron en 2020 apenas el 4% de la electricidad, pero fueron responsables del 10% de los gases de efecto invernadero del sector energético. El carbón es la piedra angular para un modo de vida que se ha vuelto insostenible. En estos días se celebra la cumbre internacional COP26 en Glasgow, Escocia, donde más de 100 mandatarios discuten cómo limitar a 1,5 grados el calentamiento global, algo imposible si el carbón sigue alumbrando nuestras casas. Para la región carbonífera de Coahuila este combustible es mucho más que eso: es su razón de existir.

El carbón de esta región se formó por el impacto de un meteorito en el sureste del país, en Chicxulub, en la península de Yucatán, al mismo tiempo que desaparecían los dinosaurios. Después de 65 millones de años, a finales del siglo XIX, grandes empresas estadounidenses y japonesas empezaron a extraerlo para alimentar a los ferrocarriles. La gente llegó a este desierto en el que se formaron los municipios de Juárez, Múzquiz, Progreso, Sabinas y San Juan de Sabinas.

El paisaje de la región es una sucesión de agujeros en la tierra, la mayoría de los barrios están bautizados con nombres de minas y los cimientos de muchas casas se refuerzan porque están construidas sobre otras ya agotadas. Gran parte de los negocios y los cargos políticos están asociados a la riqueza de los empresarios carboneros. En los pueblos se erigen estatuas doradas en honor a los mineros como si se tratara de soldados caídos en combate. Cada comunidad tiene un hito traumático relacionado con la mina. El del pueblo de Barroterán ocurrió en 1969, cuando una explosión de gas mató a 153 personas. Según el registro histórico que llevan familiares de víctimas, desde que se empezó a extraer carbón más de 3.100 mineros han muerto en estas tierras. La última tragedia colectiva ocurrió en junio de este año, cuando siete mineros quedaron atrapados en Rancherías, en el municipio de Múzquiz, después de que la mina colapsara por una inundación.

La tragedia también preside la entrada a la casa de Matías Zamora: 65 cruces apiladas en memoria de cada uno de los mineros muertos el 19 de febrero de 2006 en una explosión en Pasta de Conchos, una mina propiedad del Grupo México que, antes del siniestro, había recibido denuncias por la falta de condiciones de seguridad. Una de las dos modestas construcciones de cemento del terreno sirve como sede de la organización a través de la cual los familiares llevan 15 años pidiendo que se rescaten los cuerpos sepultados bajo la piedra.

En la otra casa vive Matías Zamora con su familia. La habitación, el comedor y la sala forman una sola estancia. No conoce a ningún carbonero que se haya hecho rico. “A mí nunca me han dado ayuda para sembrar y me han intentado quitar de aquí a golpes y amenazas”, dice Zamora. “Pero para perforar para una mina siempre hay”. En el patio su hijo mayor observa la conversación. Sus ojos parecen maquillados.

‘La mina te da mucho, pero te quita todo’

Heradio Hérnandez está de cuclillas a cincuenta metros bajo tierra, empapado de sudor. Su casco roza la piedra del techo, el ruido de la pistola con la que se pica la piedra es ensordecedor y en una mano tiene un metanómetro que mide los niveles de gas para prevenir intoxicaciones o posibles explosiones. La primera mina a la que entró era un pozo al que se baja a bordo de un cubo atado a una cuerda. Era un adolescente que acompañaba a su padre y casi se convierte en su último día: una “gran tabla de carbón” se cayó a unos centímetros de ellos. Ha visto inundaciones y derrumbes. En la mina es difícil moverse, cuesta respirar y, si se apaga la linterna, es imposible ver tu propia mano tapando tu rostro. Pero Heradio Hernández dice que ha encontrado su lugar en el mundo. No solo eso. Si pudiera elegir cómo morir, sería haciendo lo mismo que a sus 46 años ha hecho más de media vida: extraer toneladas de carbón de las profundidades de la tierra.

Para ser minero, dice, lo primero es tener “mucho corazón”. En la región hay un dicho más completo: “Mucho corazón y mucha hambre”. Él, que ahora es encargado de seguridad de la mina Las Esperanzas, tiene grabada en la cabeza la frase de todo minero que sabe que entrará en la mina, pero no sabe si va a salir. “En la calle somos compañeros, aquí somos hermanos”.

Los mineros de Coahuila hablan de días enteros sin salir a la superficie, de subir las pendientes gateando casi sin conciencia por inhalar gases o de socorrer a compañeros mutilados con la frialdad de un cirujano en una operación a corazón abierto. “La mina te da mucho, pero te quita todo”, dice Armando Alonso Gómez, que el año pasado fue despedido y dejó la minería después de 23 años para migrar a Saltillo, a más de tres horas de su pueblo natal, Barroterán. Pocos dejan ver el miedo; algunos cuentan estas historias con orgullo. A veces aflora algo de humor negro. Matías Zamora recuerda que el hombre más miedoso que ha visto en una mina fue un sicario de los Zetas durante los años en que el grupo criminal se involucró en el negocio del carbón. “Bajaba con la pistola y yo le decía: ‘¡Si disparas nos vas a matar a todos, eh!’. Buscaba el poder que tenía fuera, pero abajo era el más pequeño de todos”.

Los carboneros se juegan la vida por unos 3.000 pesos a la semana si logran sacar unas siete toneladas al día, pero muchos no conocen otro modo de sobrevivir. En Coahuila están dos de las tres carboeléctricas del país (la otra, en Guerrero, funciona con carbón importado). Las dos centrales consumen casi la mitad del combustible que se extrae en la región y generan más del 60% de la energía. La quema del carbón contamina tanto el aire que unas 430 personas mueren al año en Coahuila por enfermedades respiratorias, de acuerdo con un informe del Centre for Research on Energy and Clean Air. Entre sus desperdicios, señala la organización, alrededor de 900 kilos de mercurio van a parar anualmente a los ecosistemas terrestres y de agua dulce de una región que sufre sequías crónicas.

“La generación de energía con carbón en México es un proceso obsoleto ambiental y económicamente que no pone en el centro a las personas como debería hacerlo cualquier proyecto público. La discusión no es nueva, sobre todo desde los derechos humanos y laborales. Pero ha cobrado más fuerza por el motivo climático. Desde una perspectiva de gases de efecto invernadero, las carboeléctricas tampoco tienen espacio”, analiza Jorge Villarreal, director de política climática de la ONG Iniciativa Climática de México (ICM).

Por cada minero muerto hay 600 incidentes de seguridad. La mitad de los fallecidos no contaba con seguro social y hasta hoy no se sabe el número exacto de personas rescatadas vivas. Entre 2000 y 2019, unos 2.626 mineros quedaron incapacitados permanentemente. A pesar de todo ello, en una región de 160.000 habitantes, unas 3.000 familias dependen directamente de la industria carbonífera y cerca de 11.000 empleos indirectos asociados a ella.

“Las empresas necesitan la narrativa heroica porque solo los héroes trabajan donde no hay condiciones”, dice Cristina Auerbach, defensora de los derechos humanos e integrante de la Organización Familia Pasta de Conchos. “Es increíble ver el apego de la gente al mineral: los representa, forma parte de su historia y al mismo tiempo tiene una enorme carga de sufrimiento”.

A Heradio Hernández, que quiere morir en la mina, le preocupa que la mina muera antes que él. Las Esperanzas vende su carbón a la Comisión Federal de Electricidad (CFE). Si México cumpliera sus compromisos internacionales debería dejar la generación de electricidad por carbón en 2030, el mismo año que se acaba la vida útil de las carboeléctricas de Coahuila. El otro gran cliente del carbón es Altos Hornos de México (AHMSA), la empresa de Alonso Ancira, que estudia declararse en bancarrota en medio de acusaciones de sobornos y corrupción.

—Si no fueras minero, ¿qué serías?

—Nunca lo he pensado —dice Heradio Hernández después de unos segundos en los que en verdad parece que lo ha pensado por primera vez.

Su amor por la mina, además, es angustia diaria para su esposa y él tampoco quiere que sus tres hijos, ya adolescentes, sean mineros: “La mina te cobra, uno puede pagar con la vida”.

‘Mamá, la mina te está llevando a ti también’

Una noche de 2009, a la salida de una bocamina, Cristina Auerbach se maravilló de la enorme luna que brillaba en el desierto. Las personas que la rodeaban no hicieron más que lanzar una mirada rápida al cielo llena de indiferencia. Entonces, dice, decidió que se quedaría en la región carbonífera porque el trauma en estas tierras era tan profundo que la gente había perdido la capacidad de asombrarse ante un espectáculo que a ella la dejaba absorta.

Había visitado la región por primera vez la madrugada del 21 de febrero de 2006, dos días después de la explosión en Pasta de Conchos. Era una defensora de los derechos laborales sin idea sobre minas. Lo que vio fue a cientos de personas que se amontonaban en el lugar del accidente. Había policías y militares. Había carpas católicas y carpas protestantes. Un predicador gritaba con megáfono que los mineros habían quedado sepultados por sus pecados y solo la voluntad de Dios podía sacarlos. Representantes de la compañía y políticos lanzaban mensajes sobre una plataforma, ataviados con impolutos cascos blancos. Los familiares escuchaban sobre el piso, que a su vez era el techo de esa mina convertida en tumba. Cristina Auerbach recuerda a un señor mayor con la cabeza gacha, llorando, que se resguardaba de la gélida noche con una manta. “Se me quedó Antonio”, le dijo. Antonio era un rescatista que le había salvado la vida en otra ocasión. Ahora él había quedado bajo tierra.

Durante los 12 años que lleva viviendo en estos pueblos del carbón, Cristina Auerbach ha acompañado a los familiares de las víctimas después de cada muerte, ha asesorado a habitantes que han acudido a ella cuando alguien quiere invadir sus tierras para perforarlas y ha defendido a los mineros de los abusos laborales de los empresarios y el acoso de la policía. Gran parte de su tiempo lo ocupa en documentar y denunciar las fallas de seguridad en las minas legales y la existencia de las clandestinas. Auerbach es una mujer que alza la voz en una tierra que exalta la masculinidad y que a las mujeres les ha reservado el papel de viudas. Es extranjera en un lugar que difícilmente se visite si no es por trabajo o familia, a pesar de los desvencijados carteles sobre el Turismo Carbonífero que señalan lugares sin interés turístico. Es la enemiga pública de los grandes empresarios del carbón, como el senador de Morena Armando Guadiana, señalado en la investigación de los Pandora Papers por abrir un fideicomiso en un paraíso fiscal y no declarar una fortuna de 28 millones de dólares.

En Barroterán es fácil reconocer la casa de Cristina Auerbach por las cámaras de seguridad y las altas rejas que la guardan. Desde que se mudó, las amenazas se han vuelto parte de su vida. Todas las noches duerme con el celular al alcance de la mano por si alguien tiene algo que denunciar, lo que sucede a menudo. En un cajón guarda una cuerda raída con conos intercalados. Es lo que se conoce como cuerda de vida, una soga que sirve para que los mineros puedan encontrar la salida de la mina a través del tacto en caso de que no haya luz. Este sencillo instrumento no existía en Pasta de Conchos, propiedad de Germán Larrea, el segundo hombre más rico de México.

“Hace falta un cambio de narrativa. ¿Por qué no podemos llamarnos la región del sol si eso es lo que nos sobra?”, dice Aurbach. “Yo cerraría todas las minas, para mí el carbón significa angustia, pero primero pensando en los mineros, en la gente de aquí”.

En México, un país donde un tercio de la población tiene dificultades económicas para satisfacer su consumo de energía —lo que se conoce como pobreza energética—, las reformas energéticas han sido un eje central en las dos últimas administraciones. La reforma impulsada por Enrique Peña Nieto en 2013 liberalizó el sector y anunciaba el cierre de las carboeléctricas y su reemplazo por energías limpias para 2026. La propuesta del actual presidente, Andrés Manuel López Obrador, vuelve a dar más fuerza al estado como ente regulador a través de la CFE y su eje principal es la soberanía energética nacional, sin priorizar la salida de los combustibles fósiles.

Ninguna de las dos reformas, opina Jorge Villarreal, de ICM, es una ruta viable para lograr una transición energética justa: sustituir las energías contaminantes por otras limpias poniendo en el centro a la población de los lugares afectados. En otras palabras: que un pueblo minero sobreviva al bien común.

“La primera está basada solo en términos técnicos y financieros. No hay justicia y dejó fuera la dimensión social. En el texto de este gobierno se nombra la transición energética justa, pero no existe ningún plan operativo para que no se quede solo en papel”, dice Villarreal. El ambientalista asegura que en Coahuila la sustitución del carbón por la energía solar ya es técnica y económicamente viable, pero que está frenada por la falta de voluntad política para romper la cadena de intereses alrededor de este combustible.

En este contexto, Cristina Auerbach ha logrado relativos éxitos, como el cierre de la mina Lulú en 2011 —que le costó amenazas y luego volvió a operar— y ha encontrado aliados entre mineros como Matías Zamora, y sobre todo entre mujeres y jóvenes, que no quieren seguir los pasos de sus padres en las minas y suelen buscar otro futuro en la maquila.

Elvira Martínez, su amiga más antigua en la región, ni siquiera sabía en qué mina trabajaba su esposo el día que Vladimir Muñoz se convirtió en una de las víctimas de Pasta de Conchos. Dice que ha aprendido mucho reclamando justicia, aunque en el camino hubo momentos en los que no se sentía ella misma. Un día, su hija pequeña le dijo: “Mamá, la mina se llevó a papá y te está llevando a ti también”.

Omar Navarro logró el contacto de Auerbach después de verla por la televisión y se sorprendió de que aquella mujer que decía lo que decía fuera su vecina. A pesar de nacer en un pueblo llamado Minas de Barroterán y que la imagen de un hombre tiznado de negro sea uno de los primeros recuerdos de su infancia, con 14 años se prometió que nunca pisaría una mina y, hasta el momento, que tiene 26, lo ha cumplido. Él quiere ser guionista de cine y desea que la región se convierta en un gran escenario de rodaje.

Pero Cristina Auerbach también ha visto como las minas son cada vez peores. “La CFE está entregando el mayor volumen de compras de carbón a las minas mientras demuestren que son las más chicas, pero lo más chico en minería es lo más precario y lo más peligroso”. Eduardo Aguirre, el dueño de la mina Las Esperanzas, comparte la preocupación de Auerbach. “La Secretaría del Trabajo hace sus inspecciones, o llegan a los puntos que son denunciados y clausuran ese tipo de minerías; sin embargo, al siguiente día, o a la semana, las pueden volver a abrir”, dice este hombre que a sus 34 años le gustaría seguir en la industria a la que se metió por su abuelo, pero que ya está buscando otras oportunidades en medio de la crisis presente y futura del carbón. Un 40% de las personas relacionadas con este negocio, como Aguirre, está dispuesto a cambiar de rubro hacia otro negocio rentable. Si ser minero de carbón es uno de los oficios más peligrosos del mundo incluso en minas grandes, que están mecanizadas y tienen mayores medidas de seguridad, se vuelve algo más que temerario en los cientos de minas informales y clandestinas: apenas cuevas o pozos donde los mineros bajan a la tierra sin botas de punta de acero, con cascos viejos, sin ventilación y sin importar el nivel de gas.

El tema de actualidad en Barroterán es el cierre de la Mina VII, propiedad de MIMOSA. En 1989 la principal mina del pueblo cerró, y una mina genera un universo alrededor de ella. Si no se toman medidas, cuando desaparece, significa el fin de todo. La comunidad se vació tanto que se comenzó a retirar el alumbrado público.

Una tarde de octubre de 2021, Cristina Auerbach está dando un taller sobre riesgos laborales en un pequeño salón de eventos a una decena de mujeres, todas familiares de mineros. En este espacio el carbón se define desde “el miedo” y las historias de largas jornadas pegadas al radio con la esperanza de no escuchar la noticia sobre un accidente. En otra mesa un grupo de niños tiene la tarea de dibujar un paisaje de su pueblo. Pintan las nubes de negro.