Hermann Mellville y su Moby Dick

Por Omar Carreón Abud


Hermann Mellville y su Moby Dick

La Crónica de Chihuahua
Enero de 2018, 15:21 pm

(El autor es ingeniero Agrónomo y luchador social en el estado de Michoacán. Articulista , conferencista y autor del libro "Reivindicar la verdad".)

No soy experto en crítica literaria, ni siquiera un conocedor de la literatura. Si me atrevo a escribir sobre una novela es solo como lector, como el que va al teatro, al cine o, como en este caso, que lee un libro y cuenta a sus amigos lo mejor que puede lo mucho que le gustó y de ahí cada quien se queda con lo que le convence y le conviene. Así que, si me lo permite, selecciono algunas citas de la obra, las transcribo y, como pueda, las comento. Espero sirva.

Me sorprendió la vasta cultura de Hermann Mellville; conocía la Biblia, la mitología, la filosofía y claro, la pesca de la ballena; conocía el trabajo y lo valoraba muy alto y conocía la vida. Tuvo que abandonar la educación formal a los 13 años por la muerte de su padre y modestamente anuncia que es autodidacta: “pues un barco ballenero fue mi Facultad de Yale y mi Universidad de Harvard”.

La escuela de la vida en la que se gradúan miles de millones cada día, Mellville llegó a conocerla muy bien, a la de su época y, valga el anacronismo, a la de la nuestra: “En este mundo, compañeros, el pecado que paga su viaje puede viajar libremente, y sin pasaporte; mientras que la virtud, si es menesterosa, es detenida en todas las fronteras”. ¿Ya no?

La novela fue escrita en 1851. La caza de la ballena tal como la conoció Mellville ya no existe. Nantucket ya es otro, ahora es una isla turística muy visitada en la que, para ejemplo del mundo entero, las tiendas, los restaurantes y los grandes hoteles de cadena, están prohibidos, solamente los lugareños con negocios medianos y pequeños prestan al visitante estos servicios.

Pero el trabajo, el esfuerzo que hace y transforma al hombre, sigue existiendo, y Mellville se refirió a él en repetidas ocasiones. “La indolencia y la ociosidad perecían ante él”, escribió; y el lector se pregunta ¿perecen ante mí?, ¿perecen ante nosotros, compañeros?

La caza de la ballena era partir a trabajar y arriesgarse sin seguridad de volver, así como sucede en la vida: “una vez terminada una muy peligrosa y larga expedición –escribió Mellville– solo comienza una segunda; y, concluida una segunda, solo comienza una tercera, y así por siempre jamás.

Tal es la interminabilidad, sí, la intolerabilidad, de todo terrenal esfuerzo”, dijo el escritor que sabía que cada expedición, si terminaba, duraba tres y hasta cuatro años sin volver a tierra. “¡Por amor de Dios, sed parcos con vuestras lámparas y vuestras velas! –clamó– No hay galón que queméis por el que no se haya vertido al menos una gota de sangre humana”. Tal como ahora sucede con los millones de mercancías que se consumen.

¿Y siempre todo va bien? ¿Consideró acaso en el Estados Unidos de 1851 al pueblo y su acción? “Pues como en este mundo los vientos de proa son más prevalecientes que los vientos de popa (esto es, si nunca vulneras el precepto pitagórico), así, al comodoro, en el alcázar, las más de las veces le llega la atmósfera ya usada por los marineros del castillo.

Él piensa que es el primero en respirarla; pero no es así. De modo similar adelanta el pueblo llano a sus dirigentes en muchas otras cosas, al tiempo que los dirigentes siquiera lo sospechan”.

Hermann Mellville fue un desafiante temerario con los racistas y con otros guardianes de la moral. Ismael, su personaje, “Call me Ishmael”, aunque nunca vuelva a necesitar el nombre, se hizo amigo de un aborigen lleno de tatuajes, un simple trabajador, experto, valiente; y Mellville escribió en pleno siglo XIX, unos años antes de la Guerra de Secesión y con el racismo a todo trapo: “Probaré a tener un amigo pagano, pensé, ya que la bondad cristiana no ha resultado ser sino hueca cortesía.”

Y dijo de su amigo, en abierto cuestionamiento a la sociedad en la que vivía: “Ahí estaba sentado, su propia indiferencia revelaba una naturaleza en la que no acechaban civilizadas hipocresías y desabridos engaños.”

Pero su atrevimiento fue más allá. Dijo que se acostó con su amigo aborigen. “Me metí en la cama, y nunca dormí mejor en mi vida”.

Sí, amable lector, en 1851. Pero el riesgo de Mellville de enrabiar a las buenas conciencias fue todavía más lejos: “¿Qué ha sido todo este jaleo que he estado haciendo?, pensé para mí mismo... El hombre es un ser humano exactamente como yo: tiene tanta razón para temerme como yo para estar asustado de él. Mejor dormir con un caníbal sobrio que con un cristiano borracho”.

Y se acostó con Queequeg en la misma cama y bajo las mismas sábanas y “cuando a la mañana siguiente me desperté al comenzar a clarear, encontré el brazo de Queequeg tirado sobre mí del más cariñoso y afectivo de los modos”. A mí me conmovió. Y por si quedara alguna duda de su guerra a los prejuicios y su humanismo dijo: “Solo es su exterior; un hombre puede ser honesto en cualquier clase de piel”. Ciertísimo.

Mellville ya vivió en una sociedad dividida en clases, no tan dividida como la nuestra, pues no se producía tanta riqueza; no obstante, el escritor genial ya sabía cómo se asciende en la escala social y cómo se conserva el poder: “Pues sea cual fuere la superioridad intelectual de un hombre, nunca puede ésta asumir la práctica supremacía que es posible asumir sobre otros hombres, sin la ayuda de algún tipo de refuerzos y artes, siempre más o menos despreciables y abyectas en sí mismas.” ¿Qué? ¿Cómo le hizo Mellville para imaginar a los políticos de ahora? Así son las obras inmortales, aunque ya no se pesquen ballenas en barcos de vela y lanchas de remos.

Hermann Mellville era de los que gustaba “¡Predicar la Verdad en el rostro de la Falsedad!”. Sabía que el trabajo esclavizado deja mucha pena y poca retribución, lo vivió de cerca: “Cuarenta hombres en un barco, cazando el cachalote durante cuarenta y ocho meses, consideran que les ha ido extremadamente bien, y dan gracias a Dios, si al final llevan a puerto el aceite de cuarenta peces”. Y todavía remató: “¿Quién no es un esclavo? Respondedme a eso”.

Pero su visión era más abarcadora, en su Harvard y en su Yale, conoció la sujeción del mundo entero y nos la legó: “¿Qué era América en 1492, sino un pez suelto en el que Colón clavó el estandarte español como modo de marcarlo con un descarrío para su regia señora y ama?

¿Qué era Polonia para el zar? ¿Qué, Grecia para el turco? ¿Qué, India para Inglaterra? ¿Qué, finalmente será México para Estados Unidos? Todos peces sueltos. ¿Qué son los derechos del hombre y las libertades del mundo, sino peces sueltos? ¿Qué, todas las mentes y opiniones de los hombres, sino peces sueltos?

¿Qué es el principio de la creencia religiosa que hay en ellos, sino un pez suelto? ¿Qué son las ideas de los pensadores para los ostentosos traficantes verbalistas, sino peces sueltos? ¿Y qué eres tú, lector, sino un pez suelto, y también un pez preso?”. Mellville, el estremecedor de conciencias.

Educar no es sencillo, puede costar la vida: “¡Ah, es duro! –dijo– ¡Que para enardecer a los demás, la propia cerilla deba por fuerza consumirse!”. No cejaremos, seguiremos hasta el final con la misma determinación que animó a Mellville: “¿Apartarme a mí? La senda de mi firme propósito está construida con vías de hierro, sobre las que mi alma va encarrilada.

¡Sobre insondadas gargantas, a través de corazones de montaña barrenados, bajo lechos de torrentes, impertérrito avanzo! ¡Nada es obstáculo, nada viraje para el camino de hierro!”. Mellville, como Heráclito, sabía que no hay tregua: “Siempre la lucha: Dios quisiera que esas benditas calmas duraran. Mas las hebras mezcladas y mezclantes de la vida están tejidas por trama y urdimbre; calmas cruzadas por tormentas, una tormenta por cada calma”.

Vivir y luchar con la ruda consigna de los trabajadores balleneros cuando bajaban sus miserables barquichuelos de la nave, como los que Moby Dick le destrozó dos veces al gran Capitán Ajab antes de matarlo y hundirle su barco, como cuando los hombres se lanzaban en pos del gigante de los mares: “¿Y cuál es la canción al son de la que bogáis, marineros? ¡Oh ballena muerta, o lancha desfondada!”. Gracias Hermann Mellville.