Guatemala: indelebles imágenes de un genocidio, por Jean-Marie Simon

"En mayo de 1982, apenas dos meses después del golpe, el editor conservador del matutino preguntó retóricamente: “¿Cómo es posible decapitar a un niño de ocho años?” Memorias de una fotógrafa.


Guatemala: indelebles imágenes de un genocidio, por Jean-Marie Simon

La Crónica de Chihuahua
Abril de 2013, 14:25 pm

Dice la fotógrafa Jean-Marie Simon:

Para 1980, cuando viajé a Guatemala por primera vez, el país ya se había vuelto el tercer enfoque regional en una serie de destacados sucesos. En 1979, la huida del dictador nicaragüense, Anastasio Somoza, impulsó el triunfo Sandinista días después. En El Salvador, en cambio, el conflicto era prolongado y terrible: en 1980 fuerzas militares mataron a miles de personas, incluso a un Arzobispo. Los eventos en estos países eran visibles y palpables: triunfo socialista en Nicaragua, y, en Salvador, el país más pequeño del Istmo, guerra accesible: uno entrevistaba a la guerrilla en la mañana y estaba de vuelta a la capital para la hora de cócteles.

En cambio, Guatemala era diferente y equívoco. A primera vista, el ambiente capitalino parecía normal: despegue diario de vuelos a Miami; plena venta callejera en la Bolívar; cohetes de madrugada anunciando otro alegre cumpleaños; marijuaneros vestidos de caite en Panajachel. Los niños asistían al colegio; los cines pasaban películas tontas; y en la zona viva seguían abiertos restaurantes con nombres franceses.

Paralelamente, sin embargo, Guatemala estaba siendo hendida por una irrefutable represión estatal: “guerra civil” para unos y “enfrentamiento armado interno” para otros. Amnistía Internacional, en 1981, acusó al régimen militar de dirigir un “programa gubernamental de asesinato político” –lo cual provocó al entonces alcalde a acusarle a Amnistía de arruinar el turismo en Guatemala.
En realidad, la normalidad era superficial porque Guatemala vivía bajo un estado de sitio no declarado. Los vuelos sí llegaban, pero casi vacíos. Los cines pasaban películas violentas pero las de tendencia liberal eran prohibidas. Los cohetes de madrugada se confundían con ráfaga ametralladora, y los políticos tachados de izquierdista se compraban Jeep Cherokees negros de vidrios polarizados iguales a los de los secuestradores, para así confundirlos a éstos.

Además, y en cierto sentido peor, uno se iba acostumbrando al clima de terror. Era normal que los amigos tuvieran pseudónimo; algunos tenían dos. Era insulto si el teléfono de uno no estaba intervenido — implicaba que su trabajo era irrelevante. Y todos llegaban a interpretar las noticias de cierta forma: las de la radio, por el tono y énfasis del locutor; las del periódico, por lo que se infería — “delincuente” era “guerrillero” y “desaparición” era “secuestro”. De hecho, las únicas noticias relacionadas a los masivos secuestros de esa época fueron los campos pagados de los familiares de las víctimas: una foto borrosa y la afirmación de que el ser querido no tenía ningún vínculo político. Nunca se le acusaba al Estado de ser el autor. Y hasta la misma ciudadanía se dejaba convencer de que la persona llevada a la fuerza a mediodía enfrente del mercado a lo mejor era ladrón, o que el joven profesional de corbata y portafolio tirado del Suburban sin placas hubiera cometido algún delito. “A saber en qué estará metido” era el mantra de aquel entonces. En Guatemala, “desaparecer” se convirtió en verbo transitivo: “Lo desaparecieron” se decía.
Con el primer golpe, el de marzo 1982, la represión adquirió forma casi legal. Ríos Montt disolvió la Constitución, el Congreso, y, tres meses después, su propia Junta. Impuso un estado de Sitio seguido de un estado de Emergencia y promulgó el famoso decreto-ley 46-82 el cual permitió la detención secreta sin orden de captura, juicio ante jueces encapuchados, abolición del habeas corpus, y fusilamiento en el Cementerio General en horas del amanecer.
Fuera de la capital, Guatemala era campo de batalla. La carretera Panamericana se convirtió en tierra de nadie, marcada por puntos de registro vigilados por militares. Y donde no había destacamento, uno tenía la sensación de que en cualquier momento pudiera aparecer la guerrilla. En los pueblos se soltó una inconcebible ola de masacres rurales dejando a aldeas enteras sin habitantes. Esto casi nunca se reportaba en la prensa, aunque la noticia eventualmente sí se lograba difundir en la capital. En mayo de 1982, apenas dos meses después del golpe, en una columna de asombrante franqueza, el editor conservador del matutino preguntó retóricamente: “¿Cómo es posible decapitar a un niño de ocho años?”

El vehículo contrainsurgente más exitoso de los ochenta fue el de las patrullas de autodefensa civil – las PAC. Oficialmente organizadas en 1981, las PAC eran una forma eficaz de controlar a una población rural en que el ejército no confiaba. Para mediados de 1983, virtualmente todo varón campesino entre los 12 y 70 años estaba incorporado a ellas; rehusarse a patrullar equivalía a sentencia de muerte. Para controlar a los demás, el ejército quemó aldeas y las reconstruyó con lámina – cobertizos sin paredes e inadecuados frente a las intemperies. Para agosto de 1983, cuando un segundo golpe militar instaló al general Mejía Víctores, el control rural ya era casi ubicuo.

El 1984 y 1985 se destacaron por dos sucesos intrínsicamente ligados. El primero fue otra abrumadora ola de secuestros capitalinos de sindicalistas, estudiantes y líderes jóvenes que alcanzó su cima en 1984. En respuesta a ello, el segundo fenómeno fue la formación de un grupo de familiares de desaparecidos, el Grupo de Apoyo Mutuo. Y en una desgarradora ironía, en Semana Santa de 1985, dos fundadores del GAM fueron torturados y asesinados, una junto con su hijo de dos años.

Para 1985, el ejército había logrado un control total: miles de muertos y desaparecidos tirados en fosas clandestinas, y comunidades rurales militarizadas – lo cual impulsó a Human Rights Watch a declarar a Guatemala “una nación de presos.” Cerrando una época si no la guerra, en 1986 el demócratacristiano Vinicio Cerezo tomó posesión, siendo el primer presidente civil libremente electo desde 1951.

En 2010, después de sucesivos gobiernos civiles, ha habido un progreso selectivo. Uno puede protestar sin miedo a ser tirado en la orilla de la carretera. En el campo, se han desmantelado las aldeas modelos. Ver a un soldado uniformado provoca, si mucho, curiosidad en vez de zozobra. No hay jueces encapuchados, y los responsables del asesinato de un Obispo han sido enjuiciados.

(…) Guatemala padece de otro tipo de terrorismo, uno donde la violencia y el narcotráfico son maldades inseparables y pandémicas: ser piloto de autobús es arriesgarse la vida, mientras subir a un bus implica casi lo mismo. Y en medio de esta nueva violencia, la pobreza y la corrupción – dos realidades estrechamente ligadas – siguen dominando el panorama nacional.