El horror nuestro de cada día (203)

FUERTE MIEDO SIN FUNDAMENTO


El horror nuestro de cada día (203)

La Crónica de Chihuahua
Septiembre de 2014, 23:58 pm

Por Froilán Meza Rivera

Era aquélla una casa antigua, de techos muy altos, de muros gruesos, húmeda y fría, muy húmeda y muy fría, a la que yo nunca entraba sola. Quién sabe cómo me las arreglé durante toda mi infancia, pero siempre entraba a ella acompañada de alguien.

Al salir de la escuela al medio día, ya estaba ahí mi madre de regreso del trabajo de medio tiempo que tenía en una zapatería del centro. Con ella en casa yo me sentía segura.

Pero ¿a qué le temía yo? Siempre experimenté cosas raras, me entraba miedo y se me enchinaba la piel, y al principio no sabía por qué, pero con los años pude encontrar la diferencia entre un miedo sin fundamento, y esto que sentía por y en la casa. Fue cuando entré a quinto grado, que mis miedos se definieron: empecé a sentir que alguien estaba en la casa, alguien aparte de mi hermano, mi madre y mi padre.

Pasaba por el pasillo de atrás, y me cada vez me parecía ver una sombra. Era algo fugaz, un latigazo de la imaginación que alcanzaba mi cabeza, una sombra escurridiza a la que nunca pude ver con claridad porque fijaba yo la vista donde creía haberla divisado, y sólo veía la ventana o la pared.

Ese pasillo era el que daba al jardín desde el salón grande que mi papá, que era profesor, usaba como estudio y biblioteca, y que por extensión, mi madre usaba para escribir cartas y leer sus revistas y el periódico. Yo nunca fui a esa estancia a estudiar ni a hacer tareas, por lo mismo, y me las arreglé para que Domingo mi hermanito se viniera conmigo a estudiar a un tejabancito cerrado de madera que estaba anexo a la cocina.

Cuando crecí y me casé, regresaba muy seguido a esta casa, donde pasábamos mi madre, mis primas y yo, memorables jornadas preparando siempre arreglos, regalos, bordados, comidas, postres para los bautizos, bodas, quinceañeras y cumpleaños que no faltaban por lo menos uno al mes en familia tan numerosa como la mía.

Llegaba yo con mi hijo Miguelito, que era pequeño, y con mi panzota (que ya estaba yo embarazada de mis gemelas), y cuando no estaba mi mamá, la esperábamos en el zaguán, porque yo no quería entrar, y a veces llegaba primero mi papá del trabajo, y entonces entraba y encendía las luces de la entrada y las de la sala y la cocina, donde nos instalábamos.

Una tía de mi padre, de quien decían que era medio bruja, me dijo una vez, estando yo como de diez años, que era evidente que la casa, o más bien lo que había en la casa, se interesaba en mí, para darme a conocer alguna cosa o pedirme algún favor.

“¿Cómo qué, tía?”, le preguntaba yo, temiendo por anticipado alguna misión macabra al servicio de un alma en pena.

“Son almas atravesadas que se quedaron acá por alguna razón, m’ija, y sólo hay que saberles preguntar qué quieren de ti”.

Mis padres intervinieron en esa ocasión para regañar a la tía, y argumentaron que yo era una niña, y que no era para que se me anduvieran dando esos encargos, ni haciéndome esas pláticas, porque no me fuera yo a asustar y quedar traumada para el resto de mi vida.

Lo cierto es que me decidí a entablar un contacto más directo con las presencias de la casa, precisamente cuando estaba encinta de las gemelas.
Fui sola al pasillo tenebroso y, temblándome las piernas, me planté una noche tarde junto a la ventana donde solía sentir la famosa sombra. Y no sólo sentí la presencia de alguien junto a mí, sino que que escuché y sentí que alguien respiraba en mi oído... ¡menudo susto me llevé!

Pero no me moví, emperrada como estaba en sacarme de encima aquella maldición que me había seguido desde que tenía yo como seis años.

Y escuché atenta lo que me estaban diciendo, pero no entendí palabra de aquello.

Me esforcé, y nada. Los susurros y las palabras eran indistinguibles en los cuatro idiomas que domino.

“¡Pues váyanse a la chingada!”, les grité, al punto de la histeria, y me fui a mi casa, donde había tanto que hacer. “No voy a perder tiempo con espíritus inútiles, que ni siquiera se pueden comunicar como Dios manda”.

Desde entonces, por lo menos a lo que a mí concierne, esas presencias, las sombras y los susurros, desaparecieron de ahí para siempre, y ya puedo ir con confianza y sin miedo a la casa paterna.