El pueblo necesita educación política

Por Abel Pérez Zamorano


El pueblo necesita educación política

La Crónica de Chihuahua
Octubre de 2014, 22:23 pm

(El autor es un chihuahuense nacido en Guyazapares, es Doctor en Desarrollo Económico por la London School of Economics, miembro del Sistema Nacional de Investigadores y profesor-investigador en la División de Ciencias Económico-administrativas de la Universidad Autónoma Chapingo.)

Es el nuestro un pueblo despolitizado, desconocedor de las relaciones de poder, de su origen y de los mecanismos de dominación, circunstancia ésta que le ha condenado por siglos al sometimiento y la explotación. En la percepción popular, la política es una actividad de lo peor, convertida por los gobernantes en verdadero trapeador, vil e inescrupulosa por antonomasia, propia de funcionarios embusteros y abusivos, que se dedican a saquear los recursos públicos. Este cinismo en el ejercicio del poder ha generado en el pueblo franca animadversión ante eso que llaman política: de ahí los altísimos niveles de abstención electoral. Pero esta salida instintiva no resuelve los problemas sociales; los pueblos siguen siendo víctimas de los políticos y el sistema que representan, pues al excluirse de la toma de las decisiones, las dejan en manos de aquéllos.

Dada su importancia histórica, la política ha sido concebida por las grandes inteligencias de todos los tiempos como actividad humana fundamental, al menos mientras existan las condiciones económicas y sociales que la originan, a saber: el conflicto entre clases sociales o sectores de clase que pugnan por el predominio. Aristóteles y Platón analizaron el fenómeno con gran profundidad. Categoría central en ella es el poder, relación expresada por Weber así: es “aspiración a participar en el poder o a influir en la distribución del poder entre los distintos Estados o, dentro de un mismo Estado entre los distintos grupos de hombres que lo comprenden” (Max Weber, El político y el científico). En Gramsci, el pilar de la política, “es el que existen realmente gobernados y gobernantes, dirigentes y dirigidos. Toda la ciencia y el arte político se basa en este hecho primordial, irreductible […] ciencia política significa ciencia del Estado y Estado es todo el complejo de actividades prácticas y teóricas con las cuales la clase dirigente no sólo justifica y mantiene su dominio, sino también logra obtener el consenso activo de los gobernados”. Menos francos, los científicos adosados al aparato de poder han suavizado el concepto, convirtiéndolo en sólo “participar en los asuntos públicos”, en términos puramente administrativos, encubriendo así su esencial carácter de clase, bajo una apariencia light.

La política es ubicua; está en las iglesias y las organizaciones deportivas, entre los científicos, en las universidades, en los ejidos y sindicatos, etcétera. Es el caso, por ejemplo, del profesor que aspira a ser director de escuela, o el estudiante que quiere encabezar una sociedad de alumnos; ambos hacen política, pues participan en la lucha por el poder, aunque sea de manera encubierta, no confesando siempre su propio interés, y ocultando que son también políticos; caben aquí también aquéllos que se dedican sistemáticamente a difamar a un determinado partido, grupo o persona, pero, sin decir a quién quieren encumbrar en su lugar.

Ciertamente, en los niveles más elementales de la política, un individuo aislado podría tener algún éxito, pero en cuanto se plantee hacer cambios sociales mayores, la tarea adquirirá mayor complejidad y, por necesidad, será siempre cuestión de equipos. Y no olvidemos que se hace política de manera consciente o inconsciente, pasiva o activa, pues como dijera Mao Tse Tung, los neutrales no existen; idea expresada ya por José Martí en otros términos: ver en silencio un crimen es cometerlo.

Pero aprovechando la instintiva reacción popular de rechazo a esta actividad, se ha puesto de moda una especie de políticos que niegan ser políticos, y se autodenominan “ciudadanos” y “sin partido”. Éste es un mimetismo muy común en las universidades, donde para legitimarse y alejar de sí toda sospecha, se autodenominan “académicos puros”, aunque muchos de ellos en realidad no lo sean. Se les conoce porque empiezan siempre sus discursos con este cliché: “quiero aclarar que yo no pertenezco a ningún grupo político”, pero en los hechos, como verdaderos tartufos, se dedican afanosamente a buscar el poder.

Quienes fomentan en los estudiantes la fobia a la política hacen mucho daño, pues cuando éstos egresen y busquen un empleo o lo desempeñen, la encontrarán en todos los poros de la sociedad, y no estarán preparados para orientarse en ella. Al pueblo debe educársele políticamente, haciéndole ver que esta actividad, si bien envilecida por los gobernantes, es mucho más que eso: es, puede ser, instrumento de progreso social, y debe ser rescatada. Mucha política hizo Abraham Lincoln para abolir la esclavitud en Estados Unidos (y después Martin Luther King contra el racismo). También pertenecía a un partido, el liberal, el benemérito Benito Juárez, jefe de la lucha contra la intervención francesa. Con política liberó Mahatma Gandhi a la India del yugo inglés; militantes fueron, también, personajes tan respetados y admirados, como el doctor Salvador Allende y el gran poeta Pablo Neruda; igualmente, Nelson Mandela, encarcelado por años por luchar contra el apartheid en Sudáfrica, y, al final, elegido Presidente de la República. Política ha hecho Lula da Silva en Brasil, para ganar el poder y hacer progresar a su pueblo (formó el Partido de los Trabajadores). Todos ellos han hecho valiosas contribuciones al progreso de la Humanidad. ¿Cuál era, pues, su delito? ¿Ser miembros de un partido? ¿Debía acaso don Francisco I. Madero pedir perdón de rodillas ante los “sin partido”, los asépticos y francotiradores, por promover y formar parte del partido antirreeleccionista? ¿Habría que juzgar, post mortem, al General Lázaro Cárdenas del Río, el gran agrarista y nacionalizador del petróleo, por haber fundado, él mismo, un partido?

En resumen, hacer política no es por necesidad algo ignominioso, siempre y cuando se haga en pro de la felicidad social. Podemos, pues, ignorar a la política, pero ella no va a ignorarnos a nosotros, y mientras los pobres no sepan qué es el poder ni quiénes ni cómo lo ejercen, nunca podrán liberarse ni influir en el destino del país. Por esa razón es que conviene a los poderosos la satanización de la política: para alejar de ella a los estudiantes pobres y a las grandes masas trabajadoras, impidiéndoles abrir los ojos, reclamar colectivamente sus derechos y encontrar el camino del progreso.