El horror nuestro de cada día (XXX)

TERROR EN CHÍNIPAS


El horror nuestro de cada día (XXX)

La Crónica de Chihuahua
Enero de 2011, 23:46 pm

El tropel fantasma nos envolvió durante unos quince minutos al menos, en una pesadilla terrible que nos pareció eterna, hasta que las voces, el ruido de cascos de caballo, el piafar de los corceles, el sonar de las espadas contra las piedras y el resoplar de los soldados, se alejó por donde había venido.

Por Froilán Meza Rivera

Hoy recuerdo como si lo estuviera viviendo de nuevo, el miedo profundo que me causó el sonido de aquellas voces de ultratumba que nos hicieron víctimas en Chínipas, hace ya más de veinticinco años.

El tono homicida de un reclamo, de una exigencia que iba dirigida en contra de mí y de otros dos acompañantes, hizo que se nos helara la sangre y que nos quedáramos paralizados en aquel monte.

Éramos don Chencho, el de la tiendita; Efrasto, un amigo común que había venido de una ranchería al norte del municipio, y yo, que trabajaba de profesor en la escuelita unitaria de una comunidad cercana. Ese día preparamos todo para salir en la noche a buscar —y encontrar, de preferencia— un tesoro del que teníamos, según nosotros, perfecta ubicación. Escogimos ir de noche para no levantar suspicacias de los serranos, y para que no se dieran cuenta de qué íbamos a hacer exactamente.

Con “preparar” quiero decir que le pusimos pilas nuevas al detector de metales que se había mercado don Chencho por catálogo y que le había llegado a Chihuahua, de donde se lo enviaron por autobús y luego por mula hasta Chínipas. Hicimos acopio de más pilas adicionales, de agua, de un poco de licor de sereque para matar el aburrimiento, de unos burritos y de las herramientas para excavar.

“Oiga, compadre”. Así me llamaba Efrasto. “¿Y qué maldita seguridad tenemos de que va a haber algo ahí?”

Yo le contesté algo que siempre respondía a los descreídos como mi amigo: “Pues hay que tener fe, porque aquí tengo el derrotero, y es muy exacto, no hay lugar a dudas”. Dije así, tajante.

El tal derrotero, del que me hice un día en un intercambio con un indio de las barrancas, al que le tuve que dar un mapamundi sin base que le gustó mucho según él para que “aprendieran sus hijos a andar por el mundo”, era un pergamino antiquísimo. En una caligrafía que identifiqué como del siglo Dieciocho, decía en un encabezado: “Tesoro de la conducta”, y traía indicaciones que coincidían en todo con la topografía de un punto cerca de esta cabecera municipal.

El “arroyo del ahorcado” del pergamino era el actual Arroyo del Molino, según las gentes más viejas, y aunque tomaba de referencia a dos árboles, que tal vez ya no existieran, había una mención y un dibujo de una curva del camino real, que dicen los ancianos, estaba entonces donde mismo que dos siglos antes.

Nos fuimos caminando, salimos al atardecer, calculando llegar al sitio a eso de las 9 y media de la noche.

Cuando localizamos las coordenadas, y que no hubo ya ninguna duda de que ahí debíamos clavar la pica, pusimos, como se dice vulgarmente, manos a la obra después de colocar las tres linternas alrededor de nosotros.

Tendríamos apenas una media hora de labor removiendo y sacando tierra, cuando nos dijo el compadre: “Oigan, amigos, ¿qué es eso que se oye, como si ladraran los coyotes?”

“¿Cuáles coyotes, Efrasto? ¿Delira usted?”, replicó don Inocencio, cabreado por la sorpresa.

Nos pusimos atentos a cualquier ruido, yo hice “casita” con la mano sobre mi oreja derecha.

Se escuchaban, en efecto, unos ladridos lejanos de perros, pero era muy raro, porque no había ningún ranchito cerca de ahí.

“Oiga, compadre, y ¿ese tropel?”

“¿Cuál tropel? Compadre, al parecer tiene usted oído de tísico”, le dije, pero casi en ese instante yo mismo percibí un rumor y un temblorcito en el terreno.

“¡Ah, caray! Como que viene galopando alguien”, nos dijo también don Chencho el tendero.

Aquello se nos aproximó, y conforme sentíamos más el retemblar de la tierra, se hacían más claros los sonidos de un grupo de jinetes que venían a todo galope.

A la distancia a la que sabíamos que debían estar los cabalgantes y sus caballos, ya debíamos verlos. Pero incluso cuando nos envolvieron sus voces, nuestros ojos nunca los vieron.

Eran voces rudas, sonoras y a gritos, como de soldados.

“¡Mátenlos! ¡Se quieren robar el oro!”

Era la voz del jefe de la tropa, y la amenaza era en contra de nosotros.

El tropel fantasma nos envolvió durante unos quince minutos al menos, en una pesadilla terrible que nos pareció eterna, hasta que las voces, el ruido de cascos de caballo, el piafar de los corceles, el sonar de las espadas contra las piedras y el resoplar de los soldados, se fue alejando por donde había venido.

Sobra decir que cogimos nuestros bártulos y desaparecimos de ese lugar rápidamente, y que nunca regresamos ahí, ni por el oro.