El horror nuestro de cada día (XXIV)

LA SONRISA DEL HOMBRE DEGOLLADO


El horror nuestro de cada día (XXIV)

La Crónica de Chihuahua
Diciembre de 2010, 23:10 pm

Por Froilán Meza Rivera

En ese momento me levanté muy exaltado, y me di cuenta de que Evangelina se me había adelantado. Mi mujer estaba igual que yo, amarilla, casi blanca del susto, porque ya tenía un rato mirando hacia la inquietante aparición que teníamos delante de nosotros. Ella, lo primero que me preguntó fue si también yo lo veía.

“Sí, m’ija, sí lo estoy viendo”, susurré, desconcertado porque no traía yo ninguna arma para defendernos de lo que supuse que era seguramente un asalto.

Pero en el breve instante en que nos miramos, el señor ya no estaba. Yo me levanté del camarote y bajé a la cabina, al tiempo que me di cuenta de que ya no había nadie ahí. Pregunté a Evita que si se había fijado en cómo era el intruso, y me dijo que “pues como cualquiera… no sé bien”.

Unos minutos antes de esto, estaba yo durmiendo muy agusto, con el cansancio acumulado del viaje y de dos desveladas previas.

Sin que Evangelina me hubiera despertado, un silencioso mecanismo en mi sueño hizo que yo abriera los ojos en ese momento para ver al horrible individuo que nos aterrorizó con su mueca sangrante.

¿Por qué sonreía? ¿Por qué alguien tendría motivos para enseñar una sonrisa tan abierta y cínica en las condiciones en que estaba el tipo, con aquella horrible herida atravesándole la garganta de un extremo al otro? En última instancia, ¿por qué tenía aspecto de estar vivo alguien que no tendría siquiera por qué respirar?

Yo trabajaba de trailero viajando de Parral, de Guachochi y Tomochi, a Chihuahua y a Delicias, transportando madera de los aserraderos a las plantas industriales y muebleras. En uno de mis viajes a Delicias, llegué como siempre a aquella planta en el Complejo Industrial, al sur por la salida a Camargo, y como siempre, formé el camión para agarrar turno para pesar la carga y para luego descargar.

Era temprano, muy temprano, demasiado, porque llegamos en la madrugada.

Evita, mi esposa, venía conmigo, como siempre lo hacía cuando podía. La rutina era igual: llegaba uno y tomaba su turno, un camión detrás del otro, para que en la mañana temprano que llegara el personal de la báscula, nos pesaran la carga para pasar luego al área de descarga, ya adentro de la factoría.

Esa vez me di cuenta de que era el primero en llegar, lo cual se me hizo algo raro porque siempre había carros esperando turno. Bueno, me alegré porque descargar temprano significaba desocuparme temprano y descansar en mi casa en la capital del estado.

Me estacioné, pues, casi enfrente de la caseta de entrada.

Mi señora y yo nos dispusimos a dormir unas horitas. Para esto, el carro que yo conducía era un trailer chato Freightliner. Este tipo de camiones tiene la particularidad de que le instalaron la cama a la altura de la espalda, atrás de los asientos. Esa noche estaba yo muy cansado, así que nos aprestamos a dormir por ahí de las 3 de la mañana.

A pesar de estar cansado, me entró mucha intranquilidad, así que batallé para dormirme.

En un momento dado —no puedo yo asegurar si dormido o despierto—, algo me hizo voltear hacia el asiento del chofer, donde vi a un señor sentado en el que era mi lugar, y quien volteaba su cara hacia atrás en ese momento. Era un hombre como de unos 30 años de edad. Él me estaba volteando a ver por su lado derecho, hacia atrás.

En lo que coincidimos después, ya cuando nos hubimos calmado mi mujer y yo, fue en que el hombre mostraba una sonrisa como de cuando alguien hace una maldad y no puede ocultar el gusto.

Era una sonrisa macabra. Cínica, diría yo, y me resistí a pensar que fuimos víctimas de un intento de asalto. Es que, ¿cómo nos puede asaltar alguien con una herida tan mortal como la del sangrante individuo que nos había visitado en la cabina del trailer?

Yo, por supuesto, lo primero que hice fue revisar que las puertas tuvieran los seguros puestos por dentro, y así fue en efecto, por lo que descarté cualquier intento que hubiera alguien hecho por robar en la cabina. Lo único que atiné a hacer en ese momento fue que rezáramos una oración, y luego moví el camión hacia delante, donde nos diera la luz de la casetita del vigilante. Encendí el estéreo y puse una cinta con música en bajo volumen.

Mentiría si dijera que pudimos dormir.

En la mañana, me preguntaron que por qué había movido el carro en la madrugada, y platiqué al guardia lo que nos había sucedido, con todo detalle, pues era conocido mío de toda confianza.

“Híjole, Roberto, pues no eres el primero al que le pasa algo así. Hay varios camioneros a los que se les ha subido igual, y dicen aquí que es el fantasma de un cargador que un día se le atravesó a un camión, y lo mató atropellándolo y atravesándole la garganta con unas varillas que casi lo degollaron.