El horror nuestro de cada día (XV)

EL INFIERNO Y LOS ANGELITOS DE LORENZA


El horror nuestro de cada día (XV)

La Crónica de Chihuahua
Diciembre de 2010, 18:29 pm

Por Froilán Meza Rivera

Nadie lo supo entonces, ¿cómo saberlo sin indagar en lo profundo? Nadie lo supo en ese momento. El golpanazo tremendo la arrebató del suelo y la elevó y la aventó a cincuenta metros de la intersección, y la dejó finalmente caer sobre aquel jardín de rosas donde su sangre y su carne fluyeron después por el suelo y nutrieron la savia de las plantas. ¿Quién iba a saber que el golpe que le quitó la vida, la libraría también de sufrimientos inimaginables?

El camión urbano frenó solamente hasta que topó contra un carro de ferrocarril, y si bien hubo personas heridas entre los pasajeros, nada fue tal como lo que pasó por encima de La Lorena.

El cuerpo desmadejado, literalmente destrozado y partido en dos, quedó separado de la niña que venía con ella y que se salvó de milagro cuando el gigantesco armatoste motorizado se llevó a su "mamicita", como llamaba llorando la pequeña a la mujer. Sin embargo, quizás paradójicamente, la muerte de la madre fue lo mejor que pudo haberle pasado, porque quedó así cortada de tajo para ambas aquella vida que transcurrió plena de horrores.

De La Lorena cuentan que ella se prostituyó desde los diez años, cuando el grueso de las chicas de su edad juegan todavía con muñecas. Los vecinos más viejos en su barrio dicen que los que primero la hicieron víctima de estupro fueron soldados de los cuarteles, quienes para obtener sus favores le "obsequiaban" un "chemo" (era una botellita de Gerber llena de resistol o de cemento volátil), coloreado y saborizado con Kool-Aid de uva.

"Me daba mucha lástima verla entrar a la caseta de la vigilancia, donde los militares jugaban turnos para violarla, y la pobre tan inocente se lo tomaba tan natural, que cuando terminaban con ella, salía corriendo a la tienda a comprar dulces, siempre prendida su naricita al frasco de colores", dijo la doña de la casa del portón de madera.

Todavía no había llegado la infeliz a su adolescencia cuando ya tocaba fondo, porque además de consumir inhalantes, se ganaba ella sus "viajes" haciendo mandados para los drogadictos del barrio, quienes le encargaban que les comprara tinta fuerte, resistol o cervezas en las ferreterías y las tiendas.

La Lorena, a los 12 años conoció cómo era tener el suelo como casa, el cemento como cama, las piedras como sábana, porque su casita y hogar precario se diluyó cuando murió su madre de cirrosis hepática, y cuando en seguida, el padre, un borrachín de mirada perdida, desapareció porque no pudo pagar la renta.

En las calles la niña aprendió a apreciar el valor de los amaneceres que la libraban del frío de las noches invernales, y aprendió a fumar y a gustar de la marihuana y de la heroína.

Hubo un hombre, un cuarentón que a la edad de 14 años la tuvo como su mujer de planta, y hasta le abrió el paraíso al ofrecerle un cuartito para dormir. El hombre la violaba estando la pequeña casi inconsciente por la droga y por la debilidad de la falta de alimento.

Fue ése el padre de su primera hija, a la que La Lorena perdió un día durante una jornada de excesos. Nunca supo si se la quitaron, si alguien robó a esa pequeñita, o si se elevó nomás rumbo al cielo el angelito, harta de sufrimientos y malpasadas.

Ella siguió con el hombre aquel, quien además la ofrecía a sus amigos por 20 o 30 pesos.

Quizás cuando menos sufría era cuando caía en la cárcel municipal, después de que la atrapaban robando en las tiendas de ropa. Porque La Lorena adquirió fama como "fardera", que es como llaman aquí a las mujeres especializadas en sustraer prendas de los comercios, escondidas entre sus propias ropas.

Como empezó a delinquir La Lorena, fue con los "clientes" que le procuraba el cuarentón, y dicen que les robaba dinero y relojes.

El fin de La Lorena -su nombre real, Lorenza, nunca le gustó- llegó el día en que, drogada, decidió atravesársele a un camión urbano que la destrozó y que la separó literalmente de su segunda hija.

La pequeñita, que contaba con tres años y medio, ya borró sus memorias de antes del accidente, y dice el sicólogo que fue mejor así, porque así está libre de traumas.