El horror nuestro de cada día (XCVI)

WADLEY, GARROTERO FANTASMA


El horror nuestro de cada día (XCVI)

La Crónica de Chihuahua
Marzo de 2011, 20:50 pm

Por Froilán Meza Rivera

Entre los viejitos del barrio que nos llenaban la cabeza de relatos de aparecidos, estaba un señor que le decían “El Zacatecano”, pero que él afirmaba que era de Durango. Era alto y blanco, muy delgado y su cabellera estaba ya completamente blanca hace treinta años.

El hombre se llamaba Rosendo, pero nadie sabía su nombre, o más bien a nadie le daba por llamarlo así. El caso es que tal señor nos contaba muchos cuentos cuando los chiquillos de mi camada nos lo topábamos en la tienda, sobre todo cuando ya había oscurecido. Digo yo que lo hacía él adrede para que los cuentos nos asustaran de regreso a casa a las altas horas de la noche, que era cuando nos soltaba.

Platicaba don Rosendo, quien ha de haber sido minero en su juventud, que en el pueblito de Real de Catorce hay un par de fantasmas (curiosamente, “El Zacatecano” les llamaba “espectros ambulantes” o “almas en pena”). Decía que uno de esos fantasmas es el que llaman el garrotero, quien dedica su tiempo a advertir a los trenes de los peligros.

Real de Catorce está enclavado en un desierto de cactos y matorrales. Para entrar en la población por tren, es necesario cruzar un cerro por un largo túnel que desemboca en lo que en la actualidad es casi un pueblo fantasma, con pocas casas habitadas desde que decayó la bonanza de la plata. Dicen que el Real no estuvo siempre así, que en tiempos de la Colonia era un importante centro minero, donde incluso se instaló una casa de moneda en la que se acuñaba el dinero de aquel entonces. Lamentablemente, en el siglo Diecinueve se inundaron muchas de las minas, y la pujante población sufrió una inevitable decadencia.

Hace muchos años, un joven que trabajaba en la estación del ferrocarril, se dedicaba a sus labores de mantenimiento de las vías. El muchacho revisaba un día la colocación de unos rieles nuevos que eran levantados por una grúa pequeña. La carga fue demasiado pesada para las cadenas que sostenían aquellos hierros, y se colapsaron. Suspendidos los rieles encima del joven garrotero, cayeron sin misericordia sobre aquel cuerpo inerme. Sólo un ruido seco se escuchó, y se alzaron varias voces de alarma de los otros ferrocarrileros.

En honor del joven sacrificado en el cumplimiento de su trabajo, la siguiente estación fue bautizada con el apellido de él: Estación Wadley, que así se llamó en vida.

Pasó el tiempo, y en una ocasión, una de las locomotoras que servían en la ruta, se acercaba a la Estación Catorce a toda velocidad. El traqueteo de las ruedas contra los rieles, y los pitidos de la máquina contrastaban sobre el pueblo tranquilo aletargado en el sueño nocturno. De repente, el conductor advirtió una luz al lado de la vía, y supo que era un trabajador que le pedía que disminuyera la velocidad. Así lo hizo el maquinista, obediente de las señales.

Al llegar a la estación, allí se enteró de que ningún trabajador se encontraba en servicio a esas horas; más aún, le informaron que el tramo por el que acababa de pasar era muy peligroso, y que si no hubiera bajado el vapor, seguramente se hubiera descarrilado.

¿Quién había salvado a la locomotora y sus tripulantes?

Sin dudarlo, los de la estación aseguraron que el salvador había sido el joven Wadley, convertido en el garrotero fantasma.

Aun hoy, ese mismo fantasma protege a cuanto convoy pasa por el peligroso tramo cercano a la Estación Catorce.