El horror nuestro de cada día (XCVI)

¿ENVIADO DEL DEMONIO?


El horror nuestro de cada día (XCVI)

La Crónica de Chihuahua
Abril de 2011, 00:40 am

Por Froilán Meza Rivera

Relatando esta experiencia que tuve en un momento crucial y muy dramático de mi vida, quiero exorcizar mis demonios internos y, de paso, los demonios o los enviados por éste que acaso me hayan rondado entonces.

Porque según yo, en esos días me rondó no sólo la muerte, sino el maligno...

Va pues.

Estaba yo en lo más álgido de una depresión terrible que por aquellos días aciagos me orilló a pensar seriamente en el suicidio como la única solución a mis problemas personales. Apenas sí dormía, pensando y repasando en la imaginación todo el cúmulo de lo que yo consideraba como desgracias exclusivas mías. Achacaba mi suerte al destino. Rompimientos, fracasos, todo se me juntó, y yo me pensé como el ser más desgraciado del universo, lo que hoy en día sé que no es así.

Pero la depresión es cabrona.

Vivía solo y tenía un trabajo como capturista en un horario de las 6 de la tarde a las 2 de la mañana, por lo que mi llegada a casa era a eso de las 3, en plena madrugada. En la colonia Mármol 2, donde vivía, tenía que subir unos 10 escalones para llegar a la puerta de la casa, debido al desnivel de la calle.

Esa madrugada subía despreocupado de cuanto me rodeaba, cuando de pronto vi acostado, a un lado de mi puerta, a un enorme perro negro. Era, sin mentir, de un tamaño descomunal, tal vez como un becerro mediano, de color oscuro tal vez negro, y su mirada era feroz, de ojos brillantes que reflejaban las lejanas luces de la calle con destellos rojizos.

Atemorizante, el animal.

El can, en cuanto me vio, se me quedó mirando fijamente, y tal parecía que su mirada me paralizaba, ya que no fui capaz de dar un solo paso más, y cuando intenté moverme, se esponjó y me gruñó.

Sentí que crecía en mí el miedo.

A esas horas de la mañana, pues ni a quién pedir ayuda. Pensé que sería imprudente de mi parte tocar las puertas de los vecinos, y mucho menos para algo que quizás se podía considerar hasta como muy infantil. ¿Un perro? ¡Cualquiera podía contra un perro!

En una de esas, juro que le tiré con una piedra y hasta que le sonó hueco el lomo, pero lo único que logré fue que se enroscara más y que me siguiera gruñendo, amenazante y mostrándome sus colmillos y su hocico babeante de espuma blanca.

Bajé entonces unos escalones para tomar otra piedra. Me hice de un buen pedrusco en la mano y, cuando quise afinar puntería, todo muerto de miedo, vi que no estaba ya el animal. Desapareció y ya no lo vi más.

Tuve más miedo que nunca antes en mi existencia, un temblorcillo me recorrió la columna, porque me pareció sobrenatural el hecho de que no haya visto que el perro bajara la calle. No descarté entonces la posibilidad de que hubiera brincado a mi patio, o de que estaría adentro esperándome, porque ¿a qué dudar de que un ser así no fuera capaz de atravesar puertas y todo lo que se le interpusiera en su camino?
Entré y duré todavía como una hora, nada más para poder acostarme, ya que primero tenía que asegurarme de que el perro infernal no estuviera escondido adentro.

Al día siguiente pregunté, indagué en el vecindario, lo busqué poseído por la angustia de saber si el perro había sido de carne y hueso. Pero nadie tenía un perro así...

Fue poco después de este incidente cuando intenté quitarme la vida, en medio de la peor depresión posible. Fracasé, afortunadamente, y por eso les puedo contar esta historia, pero a mí nadie me quita de la cabeza que el diablo o un enviado del maligno me habían hecho una visita para tantear mi resistencia.

Tengo la seguridad de que, a la gente que cae en tales abismos de debilidad, como yo estaba en aquellos días, les rondan los demonios del infierno. Así fue.