El horror nuestro de cada día (XCIX)

HORRORES DEL POZO OLVIDADO


El horror nuestro de cada día (XCIX)

La Crónica de Chihuahua
Abril de 2011, 21:14 pm

Por Froilán Meza Rivera

Belisario Domínguez, Chih.— Dicen que en el nudoso y viejo granjel que todavía proporciona sus frutitos anaranjados a niños y pájaros, se ahorcó un día el hijo del panadero. Eso ha de haber sucedido hace por lo menos 80 o 90 años, pero hay algo de esa desgracia que permanece en el lugar y que, según la gente, se quedó grabado aquí, por el hecho de que durante ese ahorcamiento se desprendió mucho dolor.

Por alguna razón nunca explicada, el joven que se quitó la vida con una cuerda alrededor del cuello, no podía morir por más que colgaba del árbol, y dicen que en su desesperación, él mismo se apretaba el cuello para rematarse. La cuerda se le enterró en la piel y la destrozó y le hizo sangrar de manera abundante al romperle vasos sanguíneos, pero esto sólo le proporcionaba más dolor.

Y no moría. Su agonía duró por lo menos cuatro horas.

Detrás del templo de Nuestra Señora de los Remedios, en Santa Rosalía de Cuevas, existe un estanque cuyas aguas se originan en un manantial que se encuentra aguas arriba del río. El paraje donde se surte el agua que llevan al pueblo mediante una serie de acequias, se denomina Ojo de la Pila, y está en seguida del lugar que se conoce como El Ahijadero.

En el Ojo de la Pila es donde crece el granjel, que en invierno levanta sus ramas erizadas de múltiples vástagos al cielo, y por las tardes el sol que se pone detrás de él, le obsequia un aspecto tenebroso y fantasmal. Es, para muchos, “el árbol de las brujas”, porque es tradición aquí creer que todas las brujas de la región —que dicen que son muchas— vienen a cortarle al árbol una ramita que usan ellas como amuleto para protegerse.

El hijo del panadero se enamoró perdidamente de una muchacha de Santa Rosalía de Cuevas, una mujercita delgada de perfil agudo y de labios finos, y ojos grandes expresivos de gran inteligencia que llamaban la atención de la gente. Pantaleón, que así se nombraba el joven, cortejó en secreto a su amada, esperando que en el lapso de un año se hiciera efectiva una herencia de una tía suya que había muerto en Carretas, y así poder aspirar a pedir la mano. Sólo a escondidas disfrutaba el hijo del panadero del amor correspondido de la muchacha, en encuentros furtivos a la sombra del manantial al oscurecer. Habíanse hecho la promesa de que no permitirían, so pena de arrancarse la vida, que nadie los separara.

Era su pacto de sangre.

La llegada de un contingente de militares impactó al pueblo, porque por lo general aquellas campañas nunca tocaban a los pueblos del interior como Santa Rosalía y Santa María de Cuevas, ya que solían acampar las tropas en el camino real. La razón de aquella anomalía llenó de congoja al hijo del panadero, pues se enteró de que el capitán que comandaba a los soldados había venido expresamente a cobrarse una deuda de juego. El padre de la muchacha, su novia, un ganadero rico venido a menos, borracho perdido e irresponsable, se había jugado, ya había perdido nada más ni nada menos que a su hija mayor. A falta de dinero u otras prendas con qué respaldar un juego de naipes, no le vino al entendimiento otra posesión más valiosa que ella, al deshumanizado padre.

Sin ningún miramiento, el capitán tomó por la fuerza a la muchacha y obligó también al párroco del lugar a que oficiara a toda marcha un apresurado casamiento, apenas hora y media de la llegada de los militares al pueblo. Y partió en seguida el cuerpo castrense.

Nada pudo hacer el muchacho. Esa misma tarde se ahorcó. Y el cielo quiso que su sufrimiento se prolongara y se convirtiese en un pesado martirio.

Dicen que, desde entonces, en el pueblo la gente procura no venir al manantial después de que oscurece, porque escuchan los quejidos y gritos de angustia del que se quiso ahorcar y no moría. No falta tampoco quien haya visto a un espectro triste y demacrado bajo el árbol, en la forma de un hombre sentado y con el rostro perdido entre las rodillas.