El horror nuestro de cada día (XCI)

¿A QUIÉN LE DIO USTED LA EXTREMAUNCIÓN, PADRE?


El horror nuestro de cada día (XCI)

La Crónica de Chihuahua
Febrero de 2011, 20:45 pm

Por Froilán Meza Rivera

Parral, Chih.- De Durango lo habían mandado. Era él un sacerdote mediocre, es decir, ni hombre santo, ni excesivo pecador escandaloso. Su amigo el ateo Valentín, quien se la pasaba en su compañía y quien visitaba el templo más que cualquiera de los fieles, definió una vez al padre Eugenio Sáenz: “En tu caso, eres, como dice el dicho, ni tanto que quema al santo, ni tanto que no lo alumbra”.

El mencionado padre Sáenz llegó a fungir como párroco en el más que centenario templo de Nuestra Señora del Rayo, y era cumplidor para con su grey. Heredó de su antecesor en la parroquia lo que a la larga se convirtió en su única afición mundana, aparte de la charla con el grupo de amigos que compartía sus momentos de descanso: el juego de ajedrez, el deporte ciencia.

En una casa a unos cuantos metros del templo, se juntaban todas las noches dos o tres amigos a echarse una partida de ajedrez con el padre Sáenz.

“¿Qué dirá la gente, padrecito, de que se reúna usted con don Valentín, que es ateo de marca?”, le reprochaba en broma Eleuterio Baraza, el tendero.

“Los parroquianos dirán misa si quieren, pero en verdad no saben de lo que se están perdiendo por no jugar ajedrez, porque este entretenimiento abre la inteligencia y agudiza la mente de las personas”, respondía el cura, siguiendo la broma. “Más que las habladurías”, remataba.

Era un invierno crudo, una noche oscura y curiosamente lluviosa fuera de temporada. Los aficionados fanáticos del ajedrez estaban en plena faena, disfrutando además de un fuerte café de grano, tostado y molido por el anfitrión en su casa. Dicen que estaban en el punto de llegar a un “jaque”, cuando escucharon que golpeaban la pesada puerta de madera de la entrada.

Alarmado, don Justino el de la casa, acudió a descorrer la tranca y abrió una de las hojas de la puerta. En el umbral, una arrugada viejecita de tez muy blanca, boca desdentada y chorreando agua por sus ropas, pidió con fervor: “Háblele usted por favor al padrecito, que me dijeron que aquí lo podría encontrar, dígale que se precisa que vaya a darle los óleos a un enfermo grave”.

Entendió el sacerdote que era alguien moribundo, pero se resistió y estuvo a punto de decir que iría en la mañana después de la misa de siete, dadas las condiciones del tiempo inclemente. Tenía ante sí una interesante jugada en puerta con el alfil en su lado del tablero.

Pensó, y volvió a pensar... pero fue más fuerte el deber. “Ahí vuelvo, muchachos”, dijo a sus compañeros. “Guárdenme la jugada como la dejo”. Tomó su sombrero y el maletín con su “equipo de emergencia”.

Largas se le hicieron las tres cuadras que caminaron hasta detenerse ante una vecindad y doblar por el callejón hasta el fondo, donde la viejecita metió una llave gruesa a una puerta carcomida por la podredumbre del tiempo. Los goznes del eje rechinaron larga y pesadamente como un quejido al entornarse la puerta. Al padre Sáenz le recorrió la columna el estremecimiento de un miedo repentino. Alguien abrió y la viejecita de la tez muy blanca invitó a Sáenz a que pasara primero. Lo condujo entonces ella a una recámara en el fondo de un oscuro pasillo en aquella casa que carecía de iluminación. Era aquél un cuarto de alto techo, oscuro como una cueva a no ser por dos velas que flanqueaban la cama del enfermo, con muebles apenas la pieza: un buró, una silla y, en un rincón, un guardarropa.

La cama era baja, sin patas, y sobre ella yacía un hombre moribundo, al que apenas se le distinguía el rostro.

Abrió el padre su maletín, se colgó la estola, se quitó el sombrero y entre los tres frasquitos con los óleos, escogió el de los que se usaban para la extremaunción, como se les llamaba hace sesenta años.

Escuchó el padre la confesión del moribundo, absolvió al hombre y lo bendijo. Le aplicó el aceite en la frente con una cruz y con ello realizó la ceremonia de la extremaunción. Terminados sus deberes, quiso despedirse de la ancianita desdentada pero no la encontró y, como pudo, se abrió paso por entre el pasillo oscuro hasta que pudo salir al patio de la vecindad.

Cuando a la siguiente noche le preguntaron sus compañeros del ajedrez que cómo le había ido, les dijo dónde estuvo.

“Esa vecindad frente al parque, está tapiada desde hace décadas, padre”, le informó el tendero Barraza. “Ahí no vive nadie”.

“Y ahora que me lo recuerdo, dejé olvidada allá la estola, porque la puse en una silla, ¿alguien quiere ir conmigo, muchachos?”

“¿A la vecindad fantasma? Yo no me pierdo esta aventura”, dijo con entusiasmo Agustín el ateo, pero detrás del sacerdote salieron los tres amigos.

Y en efecto, el lugar estaba completamente deshabitado, en ruinas, y la puerta, desvencijada, estaba casi en el suelo. El polvo de los años cubría el piso, y en algunas partes el terrado del techo se había precipitado en grandes montones. Pasaron, sin embargo, provistos de una lámpara de mano, y adentro vieron vigas caídas, nidos de murciélagos, telarañas que cubrían todo.

Algo muy raro: sobre la capa de polvo estaban marcadas las huellas recientes de los zapatos del párroco, y en el fin del pasillo, en el cuarto oscuro donde ya no había cama ni nada, sólo estaba aquella silla, intacta de polvo, con la estola del sacerdote colgada del respaldo.

¿Cómo pudo entrar el sacerdote ahí? ¿A quién confesó?