El horror nuestro de cada día (CXXX)

FANTASMAS AMISTOSOS INVADIERON LA CASA


El horror nuestro de cada día (CXXX)

La Crónica de Chihuahua
Octubre de 2011, 21:07 pm

Por Froilán Meza Rivera

Elena, desde el jardín de la casa, veía jugar a su hijo en el interior a través de la puerta abierta, y escuchaba sus risas, y las risas del amiguito con quien jugaba. El niño, quien tenía 5 años, botaba la pelota en la escalera y en el cuarto de la televisión, y reía, pero su madre nunca pudo ver con quién jugaba y platicaba.

“Pero si Johnatan está solo en la casa, no hay ningún otro niño”, recordó de pronto la joven madre, quien tomaba el sol en el pasto con su hermana, la dueña de la casa. Y, alertadas de lo irregular de la situación, se presentaron las dos en la sala y se asomaron al cuarto de televisión, donde el chiquillo seguía parloteando.

¿Con quién platicabas?

“Con el mismo niño de la otra vez, el que vive aquí”, respondió sin dudar.

Será algún amigo imaginario, susurraron las hermanas mirándose entre ellas con extrañeza y dando por terminado el misterio. Cada vez que Elena visitaba a su hermana mayor en compañía de Johnatan, el niño jugaba con el mismo amiguito invisible, pero además, mientras que aquél estaba tendido en el piso de madera, “alguien” rebotaba el balón.

“¿Quién trajo esta pelota a las escaleras?” —cuestionaba la tía al chamaquito, recordando que el juguete había estado enterrado por años bajo una pila de trebejos cubiertos de polvo en un clóset con cerradura. El balón con dibujitos del Pájaro Loco fue de los hijos de la tía Armandina, ya mayores y casados todos.

“La trajo el niño”, respondió el sobrinito.

Invariablemente, en cada visita de Johnatan a la casa, se “activaba” la presencia del niño invisible, aunque en ocasiones era una niña, o de ambos al mismo tiempo.

“¿Quién dejó este patín en el pasillo?” —reclamaba la tía.

“El niño”.

“¿Y quién sacó esta muñeca del ático?”

“La niña”.

Evidentemente, algo anormal había en aquella casa de madera. En la calle Larroque, de la ciudad de Mexicali, existe todavía una hilera de casas viejas, construidas a principios del siglo XX en imitación del estilo que trajeron y naturalizaron los ingenieros estadounidenses de las compañías que explotaban la agricultura en el valle. Al estilo de los primeros desarrollos habitacionales, en el barrio las casas tenían acceso por la calle principal, la calle propiamente dicha, pero también por un callejón de servicio, en este caso el callejón Larroque. En seguida de la casa que adquirió la tía Armandina de tercera mano, hubo en el pasado un barranco, que fue tapado cuando se terminó de urbanizar la zona, y del cual subsistía apenas un ligero desnivel al fondo del callejón.

Tratándose de una mujer inquieta, emprendedora y de espíritu libre, Elena estaba muy perturbada por los “fantasmas” que vivían en la casa de su hermana, y se puso a resolver el misterio. Indagó acerca de los anteriores dueños de la finca, los visitó, y mediante ellos localizó a un nieto de la dueña original, quien la recibió en la sala de su casa, una tarde.

Ahí, a las preguntas directas de Elena, el hombre refirió lo que sabía de la casa de sus abuelos, y recordó una historia trágica: el patio daba directamente al barranco, que era bastante profundo por entonces, aunque una cerca de tablas impedía el paso. Un día, dijo, los dos hijos del matrimonio: una preciosa niña de 4 años y medio y un chamaquito de 5 y medio años de edad, jugaban con una pelota al fondo del patio. En un bote sorpresivo, se les fue el juguete del otro lado de la cerca. Al aproximarse los niños a la cerca y esforzándose por mirar por encima de las tablas con el propósito de recuperar su pelota, el suelo blando se hundió a sus pies y se los tragó el terreno suelto de la orilla, evidentemente mal apisonado. Los dos niños perecieron asfixiados por la tierra que los cubrió, en una muerte horrible que conmovió a todo el vecindario.

Cuando mis abuelos quedaron solos, tristes y desolados por haber perdido a sus hijos pequeños, la casa les pareció demasiado grande, recordó el hombre. Pero lo que nunca pudieron soportar los atribulados padres, fue la constante aparición, siempre dentro de la estancia anexa a la sala o en las escaleras, de los espectros de sus hijos muertos.

Terminaron por rematar la propiedad e irse lejos.

“Mire, aquí tengo una foto del grupo de la escuela donde estaba el niño”. Elena pidió prestada la foto sepia deslavada por los años, y le sacó una copia a color. Al mostrar la fotografía del grupo escolar a Johnatan, éste no vaciló en señalar al niño de la casa, al distinguirlo entre una treintena de sus compañeritos del jardín de niños, inconfundible en su traje de marinerito. “Mira, el niño de la casa de mi tía”.

Johnatan siguió teniendo como amigos a los pequeños habitantes fantasmas por un tiempo más, pero dejó de verlos cuando creció.

Cuando la historia fue conocida por los hijos de Armandina, ellos recordaron que también jugaron en su infancia con los niños fantasmas, quienes nunca por ningún motivo salían de la casa, pero también los dejaron de ver cuando se hicieron mayorcitos.

Christa, una niña de cinco años, miembro de la más nueva generación de la familia, tiene en estos momentos por compañeritos de juego a los amables fantasmitas que pueblan la casa de su tía abuela Armandina.

Pareciera que los espectros de aquellos dos niños que tuvieron un fin trágico cuando se los tragó la tierra en el barranco, sólo pueden ser vistos por sus iguales.

“Mira, mamá, el niño tiene una camisita azul y un moñito blanco”.