El horror nuestro de cada día (CXL)

JINETES ATEMORIZAN EN COLONIA ZOOTECNIA


El horror nuestro de cada día (CXL)

La Crónica de Chihuahua
Abril de 2012, 00:00 am

Por Froilán Meza Rivera

Atemorizados por el ruido de cascos de caballo que llegan a la esquina de su patio, por los relinchos de ultratumba y por unas voces que conversan en susurros, unos vecinos de la colonia Zootecnia ya mandaron traer un cura para que rociara agua bendita en el lugar. Trajeron también a Chanita, la curandera de Labor de Terrazas, para que esparciera buenas vibras y ahuyentara los malos espíritus, y para que hiciera una “limpia” colectiva en toda la cuadra, esta mujer con fama de bruja blanca.

En la casa de Luciano Amparán, de la calle 122, hace más de tres años que se dieron cuenta de que los ruidos que acompañan la cabalgata de varios jinetes, no se correspondían a personas ni a caballos reales.

Cuando la familia de Luciano llegó aquí, a su esposa le llamaba mucho la atención que hubiera tanto tránsito de jinetes por la calle. “Serán gentes de los ranchos de aquí cerca”, pensaba ella, cuando se quedaba sola por las mañanas después de que despachaba a niños y marido hacia las escuelas y el trabajo. Martina se asomaba incluso por la ventana y veía a los hombres alejarse a lomo de sus corceles. Pero no le daba importancia más allá de la natural curiosidad.
A fuerza de fijarse, sin embargo, Martina siempre contaba cuatro jinetes al pasar éstos por su lote. Cuatro. Siempre cuatro.

¿Pero por qué siempre cuatro? ¿y a todas horas? ¡Y son siempre los mismos! —cayó en la cuenta.

El análisis de los jinetes y de sus cuatro caballos se llegó a convertir en una fijación obsesiva para el ama de casa. “Va uno siempre adelante, el de sombrero zacatecano y caballo retinto con un revólver .45 al cinto (Martina se había criado en un rancho de su natal Bachíniva, en contacto siempre con los caballos y la equitación); le sigue “el hacendado”, a quien ella llamó de esa forma por la elegancia con que llevaba sus prendas negras de charro de etiqueta, y por el evidente rango superior. Iba éste sobre un hermoso ejemplar alazán tostado purasangre. Atrás del “hacendado” cabalgaban dos peones, uno a lomo de un bayito enclenque y el otro en una yegua tirándole a colorada.

Y eso era todo. El tráfico de pezuñas fue incluso cronometrado por la observadora, quien encontró que el paso de los jinetes se repetía, durante las 24 horas redondas de un día, a intervalos de 22 minutos y medio.

Y para Martina, lo más sobresaliente era que el sonido de los cascos y de las conversaciones era siempre igual. Ella pudo anotar algunas de las palabras que sobresalían de la plática de aquellos rancheros, y predecir con toda precisión cuándo el “hacendado” pronunciaría una frase con las palabras “pesos” y “cubeta”. Por supuesto, cuando Martina hubo aprendido todo esto, ya se había convencido de que se trataba de jinetes fantasmas.

“Fue una vez como a las 12 del día, cuando estaba yo tendiendo una ropa y vi que pasaban los jinetes... se me ocurrió preguntarle la hora al ’hacendado’ y me arrimé a la cerca de piedra que da a la calle de al lado, pero no alcancé a decir nada porque los jinetes se fueron haciendo transparentes cuando me acercaba”. Las voces y el tronar de los cascos sobre las piedras de la calle se siguieron escuchando, pero Martina sólo los podía ver desde la distancia.

Cuando la mujer le confesó a su marido todo lo que ella presenciaba, y cómo les tomó el tiempo a los fantasmas, él no le creyó, aunque tuvo dudas porque él también escuchaba siempre los cascos y las voces. Tuvo Martina que llevarlo al patio, enseñarle sus propios apuntes con los horarios de pasada de los fantasmas, para convencer al hombre. Entre ellos dos, el asunto de los jinetes fue un secreto, pero todo el asunto se desbordó cuando la hija del matrimonio, Juanita, saltó una vez asustada porque dijo que “se le echaron encima unos caballos con unos señores”.

Los jinetes empezaron a atacar a la familia. El “hacendado” hacía reparar el purasangre, que relinchaba y daba coces encima de donde estaban jugando los chamaquitos, y éstos salían despavoridos a buscar refugio en la cocina con su madre.

Ubicada a horcajadas en la ladera de un monte cercano, la colonia Zootecnia ha sido la última periferia de la ciudad de Chihuahua, y la urbanización llegó aquí a golpe de peña. Hará unos treinta años en la distancia, si acaso un poco más, que se asentaron aquí unas primeras casitas desperdigadas que seguían ninguna traza urbanística. Esos precursores de la moderna colonización se asentaron sobre los cimientos de varios cuartos de adobe en ruinas que pertenecieron a principios del siglo XX, a una de las haciendas ganaderas de la familia de los Terrazas.

Los lugareños, rancheros de las inmediaciones, siempre conocieron la leyenda del “hacendado del tesoro”, un individuo que, dicen, vendió su alma al diablo un día en que, en una borrachera, tuvo la ocurrencia de gritar que no le importaba vender su alma al diablo con tal de llegar a ser tan rico como Luis Terrazas. “Tu deseo será realidad”, dicen que se escuchó en la encrucijada en que se colocó el temerario. Sus amigos de parranda se persignaron y algunos se retiraron del lugar.

A los tres días, aquel joven que padecía por las deudas y que había tenido que renunciar a casarse porque, como se dice, “no tenía dónde caerse muerto”, empezó a hacer ostentación de nuevas riquezas adquiridas de la noche a la mañana.

Dicen que el diablo llenó de oro a aquel individuo, y que después de haberlo elevado a grandes alturas, el día en que vino a cobrar la cuenta, el “hacendado” se burló de él. “Puesto que no hay en este lugar más amo que yo, si quieres tributo, aquí lo estoy recibiendo, dicen que le dijo el hombre al demonio, quien en venganza lo empobreció, lo envileció y convirtió al sujeto ensoberbecido en un pordiosero y, en llegando el tiempo de su muerte, lo empujó a ser un alma en pena.

Por lo pronto, a falta de un conjuro efectivo que aleje a estos espíritus, la familia Amparán, de la calle 122 de la colonia Zootecnia, trata de convivir con ellos en los mejores términos.