El horror nuestro de cada día (CXIX)

LA MONEDA QUE ALBERGABA UN DEMONIO


El horror nuestro de cada día (CXIX)

La Crónica de Chihuahua
Julio de 2011, 23:27 pm

Por Froilán Meza Rivera

Aquella fue la última vez que el Beto se interesó en investigar fantasmas y sucesos paranormales. Lo que escuchó, grabó, filmó y presenció, lo dejó traumado y no le quedaron ganas de seguir escarbando en casas abandonadas, ni en idear mecanismos técnicos para registrar los sonidos y las imágenes del más allá.

De hecho, las últimas cintas están ahí, enlatadas, y nunca más se ha atrevido a reproducirlas, mucho menos a estudiarlas. El “frankenstein”, como nombraba jocosamente al aparato híbrido entre grabadora y antena parabólica que él inventó, se puede ver arrumbado en el último rincón de un clóset en la casa.

Pero ¿qué fue lo que encontraron Beto y su equipo de amigos investigadores?

Ésta es una historia real, contada por sus protagonistas, registrada en audio y video, y no tiene que ver con leyenda alguna ni tradición popular de ningún tipo. Esta es la primera vez que se cuenta fuera del círculo estrecho de quienes vivieron el último episodio.

Como se dijo, Beto se dedicaba, en los pocos ratos que le quedaban libres entre clases y tareas en el Bachilleres, a viajar en busca de casas embrujadas, de tesoros fabulosos, de aparecidos, de ruidos inexplicables y de luces espectrales. Se le podía ver con su maletita de aparatos, con su libreta de apuntes, su diario, en compañía de cualquiera de los otros tres miembros de su cofradía: Jaime, Judith y Nadia, a las horas más oscuras y en los lugares más tenebrosos. En tapias, en casas de otros amigos que le aseguraban haber visto u oído “algo”, en ruinas históricas, en haciendas, en la Quinta Carolina.

El radio de operaciones se agrandaba conforme establecían más y más relaciones.

Un día, un malhadado día, cierto amigo del Beto lo contactó con un hombre al que le presentó y con el cual quedó comprometido para realizar una entrevista grabada en la casa de él. A los dos días, Jaime y Beto se presentaron en la desordenada casa del sujeto aquél, llamado Ramón, que resultó del tipo nervioso de los que no controlan los ojos, que suben, bajan y se pasean en círculos aparentemente con voluntad propia.

Los amigos colocaron la cámara de video —que era una cámara de cine de 8 milímetros con un convertidor para formato de VHS—, sobre la televisión de la sala de Ramón. En la entrevista, Ramón les contó que cuando él tenía unos 26 años y estaba casado con su esposa con la que era muy feliz, a él le gustaba trotar por las noches en la banqueta del Parque Lerdo. Una noche, en medio del ejercicio, miró un brillo en los adoquines, y decidió que si aquello estaba todavía cuando él viniera de regreso, se acordaría de recogerlo. Y así fue: el objeto era una especie de medalla metálica de un color entre cobrizo y oro viejo, con una inscripción indescifrable y una figura como de demonio (“chino”, pensó el hombre). Como fuera, la medalla, o moneda, como después le llamó su nuevo dueño, fue colocada en el buró de cama del lado del marido.

Pequeños cambios comenzaron a poblar paulatinamente la vida del hombre. En principio, fueron sólo unos leves sonidos en la sala, como de que se movían los libros. Acudía el hombre a la sala, y sólo notaba que algún ejemplar estaba fuera de lugar.

Después, eran ya libros tirados en el suelo, a horas en que su esposa se encontraba fuera.
En una ocasión, Ramón cambió la televisión, de una mesa en el comedor, a la sala, y en su lugar colocó un florero y un mantelito. Pues al rato, sin que mediara presencia humana, la tele estaba de nuevo en el comedor, y las flores tiradas en el piso de la sala, el florero roto.

En casa, todo empezó a ir mal. Por cuestiones fútiles, la pareja elevaba cualquier discusión al grado de una pelea de agrios términos.

La frontera entre unos simples detalles desconcertantes y un verdadero acoso, inició una noche, cuando Ramón sintió que “algo” se “sentaba” en su propia cama, a sus pies. El hueco que hizo un peso sobre el colchón era visible, y la presencia misteriosa se dejó sentir. Ramón escuchaba y sentía con los vellos del rostro otra respiración. Era muy claro: su esposa estaba a su derecha, y la otra respiración a la izquierda. Sin duda, algo había llegado a la casa, pero ¿hasta dónde llegaría aquello, qué límites tendría? ¿hasta cuándo iba a durar?

Hasta siempre, comprobó Ramón, “durará hasta siempre”, se dijo una vez, cuando ya su esposa lo había dejado para alejarse de lo que ella calificaba como sus “excentricidades”. Muy en el fondo, Elena siempre supo que él no tenía culpa alguna y que era más bien una víctima de aquello que ella no alcanzaba a mirar con sus ojos, pero que sí se daba cuenta de que perseguía a su esposo.

La “cosa” se tornó agresiva, justo cuando Ramón perdió el trabajo, de tan trastornado que estaba, y obsesionado como andaba por la vida, con “aquello” que lo acosaba. Ya no eran respiraciones y ruiditos, ahora eran objetos que volaban por los aires, libros, colecciones completas, enciclopedias, que eran arrancados de los estantes y que terminaban en el suelo. Eran los cuchillos que se volcaban desde la mesa al piso, llaves que se abrían solas y dejaban escapar agua durante toda la noche, inundando alternativamente el baño y la cocina. Y era también una garra asesina y un cuerpo asfixiante. A Ramón lo “agarraban” de la cara y le tapaban la respiración, y tenía que luchar para seguir viviendo. A Ramón, tendido en su cama, se le subía un cuerpo invisible y sin forma y lo apretaba, y lo tapaba de pies a cabeza y se desbordaba a su alrededor, y lo ahogaba.

Incesantes noches de terror e incertidumbre...

¿Por qué no se volvió loco Ramón?

Por casualidad, un amigo que lo encontró sentado en el parque, derrotado, con la mente en blanco, le sacó, también casualmente, el tema de la moneda aquella... “el fierro”, era para Ramón, que no lo identificaba todavía como una moneda. El amigo, interesado por la escueta descripción que hizo Ramón de la moneda, acudió con él a su casa, y examinó el objeto con una lupa de las que cargan los coleccionistas.

¿Has visto el dinero chino? —Preguntó el coleccionista. Son monedas de cobre que tienen grabados unos ídolos que son demonios, y éstos demonios se supone que fueron atrapados y dejados encerrados en el metal para que no hagan daño a los humanos. Dicen los caballeros chinos, que cuando un hombre que posee una de estas monedas se enferma, es por culpa de los demonios, pues éstos toman el control de la vida de quien levanta la moneda del suelo. Cada demonio se pone en el camino de los hombres, y basta con que alguno lleve la moneda a su casa, para que la desgracia caiga sobre él. “Yo no digo que éste sea tu caso, pero hay que buscar la forma de que se deshagas de este objeto inmediatamente”.

La moneda volvía siempre a la casa de Ramón, aunque éste hiciera un viaje a la presa de la Boquilla y rentase una lancha para tirarla en lo más profundo: cuando el hombre regresaba, al cabo de un viaje de casi tres horas, la moneda estaba ahí, en el cajón del buró. Ramón la dejó en la cumbre del cerro Mohinora, la llevó también al fondo de las Barrancas del Cobre, y cada vez viajaba más lejos, e inclusive tiró la moneda en el cazo hirviente de un fundidor de cobre, donde la moneda se disolvió en un segundo. Sin embargo, pasaron diez años hasta que, ya algo resignado, Ramón desistió de deshacerse del objeto maldito que siempre retornaba.

En la entrevista con el Beto y su pandilla, el ahora cuarentón sujeto se negó a mostrar la moneda, y los muchachos no insistieron, impresionados y aterrorizados por estar tan cerca de la presencia de los demonios desatados.

Al día siguiente, el Beto y Nadia, quien no estuvo presente en la entrevista con el “sujeto” (así llamaban genéricamente a todos los sujetos de investigación), corrieron la cinta conectándola al televisor de la casa de la adolescente.

En lugar de la voz del “sujeto”, lo que escucharon en el video fueron gorjeos de pájaros, de pericos, ladridos de perro, cantos lejanos e irreconocibles, todo, todo, menos la voz de Ramón. Pero sí escucharon clara y fuerte, una canción que estuvo de moda en 1992, “El Diablo”, de Fobia:

“...mujer, mujer,
el diablo está aquí en la puerta,
por qué no te haces la muerta,
por qué no bailas cancán”.

Tensos, asustados como cervatillos perseguidos por un tigre, los sorprendió el timbre del teléfono en ese momento, y el sonido metálico los levantó de sus asientos y los hizo huir despavoridos de la casa. Cuando se medio serenaron, Nadia y el Beto regresaron a la casa, que estuvo sola, y se encontraron con el hecho inexplicable de que la cámara estaba apagada y desconectada de la corriente, desconectada de la televisión, la tele estaba también desenchufada, la cinta estaba fuera del aparato, sin que hubiera habido mano humana que efectuara esos movimientos.

Aquella fue la última vez que el Beto se interesó en investigar fantasmas y sucesos paranormales. Y hoy, ni siquiera quiere hablar del tema.