El horror nuestro de cada día (CX)

EL ESPECTRO DEL TESORO


El horror nuestro de cada día (CX)

La Crónica de Chihuahua
Mayo de 2011, 22:37 pm

Por Froilán Meza Rivera

La Cruz, Chihuahua.— ¿Qué había sido aquella aparición de luz azulosa y sobrenatural? ¿Se trataba, por desgracia, del espectro del tesoro, que aguardaba sólo a que los mortales pusieran la pala en la tierra para despedazarlos o, en el mejor de los casos, provocarles alguna herida dolorosa y arrebatarles la vida en medio de tormentos sin fin?

Para los dos hermanos, entrados ya en los años de la madurez, lo que vivieron una noche, en aquel lejano año de 1977, los marcó con la experiencia de un miedo al que, sin embargo, lograron sobreponerse.

En la cerrada oscuridad de una noche de verano, sin luna visible en el horizonte, dos adolescentes se morían de temor mientras seguían a su tío en la ascensión de aquel cerro. Era ésa su primera búsqueda real de un tesoro, y lo peor era que como ubicación no llevaban otra referencia que la cumbre. Los jóvenes temblaban mientras llenaban su cabeza con todos aquellos relatos de aparecidos y de tesoros fabulosos que habían aprendido de sus mayores. En su calle, los ancianos que se reunían por las noches para llenarlos de terror, les relataban historias en las que renombrados bandoleros enterraban el producto de sus robos y mataban a uno de sus compinches, al que sepultaban en el mismo lugar, para que su espíritu asumiera el papel de guardián. Esos espectros asesinos cobraban como víctimas en todos los casos, a los osados que perturbaban el reposo de aquellos ricos acopios de oro, plata y piedras preciosas.

Se arrastraban los muchachos por entre las piedras, tropezaban, se incorporaban espinados y raspados, impotentes por no orientarse en las tinieblas. Cuando al fin sintieron que llegaron arriba, ninguno de los tres, ni siquiera el tío, que era el “tesorero” más experimentado, tuvo la menor idea de dónde debían escarbar.

Casi inmediatamente después de que uno de los muchachos preguntó al hombre lo que iban a hacer, un resplandor leve se empezó a levantar desde una roca cuya forma apenas vislumbraban. En eso, alcanzaron a distinguir el contorno de un pequeño reliz que se alumbraba con la luz mortecina. La lucecita creció, creció su lengua en forma de llama, y cuando alcanzó la mitad de la altura de un hombre, se desvaneció como si se desinflara, y dejó perplejos a los exploradores.

Presas del mayor de los miedos sentidos en su vida, los expedicionarios se agruparon y se estrecharon entre ellos los cuerpos juntos para más protección.

Para su mayor desasosiego, les llegó de abajo, de la orilla del río Conchos, un sonido intermitente y regular como si alguien se empeñara en golpear dos piedras. En vano trataron de orientarse sobre la fuente de los sonidos: la visibilidad que tenían en ese momento era tan limitada, que apenas se alcanzaban a perfilar sus propias manos sobre el suelo.

Ni las estrellas se apiadaron de ellos, cubiertas como estaban esa noche por un manto espeso de nubes.

¿Ahí terminarían sus vidas? ¿Así, lejos de sus seres queridos, allá en la lejanía, sobre aquella cumbre siniestra? El encendedor de Roberto, accionado para prender un cigarrillo, rompió la negrura que envolvía al grupo, y fue cuando tuvieron la ocurrencia de hacer una fogata. Una vez que alimentaron y aseguraron esa luz naranja que hacía bailar las sombras, el tío Severiano y sus sobrinos Roberto y Roldán, iniciaron las excavaciones.

Provistos de palas y de picas cortas, cada quien removió la tierra según el plan trazado por don Severiano: El primer hoyo se ubicó en círculo de un metro alrededor del punto exacto donde se levantó la “lumbre del tesoro”; de ahí, otros dos puntos se colocaron dentro de un radio de tres metros a partir del reliz, y el cerco se estrecharía paulatinamente hacia el vértice si, al cabo de metro y medio hacia abajo en cada uno de los tres escarbaderos, no se conseguía nada.

Ese fue el plan.

Sin embargo, después de siete horas de trabajo casi ininterrumpido, el único fruto de la expedición fue haber desenterrado una vieja armadura militar española de hierro tan, pero tan corroída y oxidada, que se desmoronó en las manos de don Severiano.

Cuando regresaron a la vieja Chevrolet, allá abajo junto al río, Roldán descubrió el origen del sonido que los inquietó, y que no era otra cosa que el travesaño de madera de las redilas de la camioneta que, al descansar en la orilla de la corriente del Conchos, golpeaba uno de sus pernos sobre una piedra, al ritmo de las olas. Y la “lumbre del tesoro”, explicó don Seve a sus sobrinos, resultó ser el “gas del metal” de la armadura.

Molidos y trasnochados los expedicionarios abandonaron aquel paraje del municipio de La Cruz que se conoce como La Máquina.