El horror nuestro de cada día (CLI)

ANIMAS DEL PURGATORIO, AL AUXILIO


El horror nuestro de cada día (CLI)

La Crónica de Chihuahua
Noviembre de 2012, 21:43 pm

Por Froilán Meza Rivera

“Gracias, señor, así le vamos a hacer”, dije yo al hombre de a caballo, y volteé a mirar al padre Nacho para reconocerle, medio en broma, medio en serio, que su petición de ayuda a las ánimas del Purgatorio había funcionado.

“No vuelvo a poner en duda a las ánimas”, padre, dije, y no tardé ni dos segundos para voltear hacia el jinete que nos había sacado del atolladero, cuando vi que ya no estaba...

“¡Aaay, güeeey!”

¡Hágame favor! El llano en el que estábamos perdidos eran kilómetros y kilómetros de pastito sin arbustos, plano como una mesa de billar, imposible que el ranchero del caballo hubiera desaparecido así nomás. Pero el hombre se fue igual que vino, igual que había aparecido minutos antes: desde la nada.

Recuerdo con mucho cariño al padre Ignacio, quien era un devoto de las ánimas del Purgatorio y al que nunca le entendí el porqué de esa preferencia, “habiendo tanto santo en la corte celestial”, le decía yo.

En un tiempo mandaron a este sacerdote a Cuernavaca a la Diócesis de don Sergio Méndez Arceo, que ha de acordarse el lector que era un cura rebelde de esos de la Iglesia progresista, y a Nachito, pues eso no le gustaba, porque mi amigo era del ala conservadora. “A mí no me metan en política”, renegaba el curita, quien en vida fue promotor de la ascensión a los altares del padre Maldonado, otro devoto de las ánimas del Purgatorio, como él.

Pues una vez vino a Chihuahua de vacaciones don Nacho, y ha de saber usted que los familiares tenían que interrumpir lo que estuvieran haciendo para atenderlo, y pues siendo yo su sobrino —creo que en segundo grado—, me tocó recibir la llamada. “Quiero que me lleves al rancho La Estancia, Pedrito, a ver si consigues una buena troca”, ordenó el padre.

Y en efecto, dejé todos mis pendientes en el taller y hasta cancelé una cita de adolescente calenturiento que tenía esa tarde con una morenita delgadita que me había costado mucho trabajo convencerla de ir al cine. Pues ni modo, pensé, un poco con rabia pero también con algo de ilusión de poder saludar a don Ignacio.

Abrazo, saludo, regaño por mi reciente deserción de la prepa, sermón. Que “ya ni la friegas, hijo”, que “eso no se hace, no seas pendejo, ¿de qué vas a vivir?”, que si “¿a poco vas a ser carpintero como tu papá? Deberías pensar en tomar aunque sea un curso como técnico de algo”.

El cura estaba en su papel de pastor, pero casi en seguida se distendió un poco y se acomodó a su personaje de turista. El padre Nacho no quiso perder tiempo, y me convenció de que nos fuéramos de ahí mismo a la salida a Cuauhtémoc. Ha de recordar el lector que la vieja Central Camionera estaba en el centro, y en ruta breve a la carretera de Cuauhtémoc.

Apenas echamos gasolina a la salida y nos devoramos en el camino unos burritos que yo llevaba de un carrito que se ponía cerca del gimnasio San Pedro, y allá íbamos, enfilados al mentado rancho que quién sabe dónde estaba. Ni mapa llevábamos, pero el padrecito quería desahogar un pendiente allá y que nos regresáramos esa misma tarde o noche a la ciudad.

“Es que voy a recoger unos libros y cosas personales de un padre que trabaja en Cuautla, y que cuando supo que venía yo a Chihuahua, me hizo el encargo, pues él es de ese rancho, y a mí no me cuesta nada echarme la vuelta”.

Como dije antes, la voluntad del señor cura era ley.

En una desviación que está un poco después de Santa Isabel, dimos vuelta a la izquierda, porque según el infalible y a veces presuntuoso cura, estábamos en el meritito camino de La Estancia. Allá nos fuimos, pues, porque la voz del cura era voz de Dios.

Fue así como a una hora de haber dejado la carretera principal, nos encontrábamos en medio de la nada, y la troquita ya andaba con menos de un cuarto de tanque de gasolina. Paré el motor de repente, y le planteé la situación a don Nacho: “Si seguimos por este camino yo no sé si lleguemos a donde vamos, pero con otros veinte kilómetros para delante, y el regreso, de seguro que se nos acaba la gasolina antes de la carretera”. Entonces, dije, o nos arriesgamos y nos lleva pifas acá en la soledad del llano, o nos regresamos y echamos gasolina y preguntamos a alguien que sí sepa dónde está ese pinche rancho.

Ahí mismo fue cuando el padrecito pidió el favor a sus queridas ánimas del Purgatorio, de que nos socorrieran en ese trance, y ahí mismo eché una de mis acostumbradas pullas a la fe del anciano en una devoción que tan rara se me hacía.

En eso estábamos, cuando se nos apareció el señor de la tejana, arriba de un caballito bayo al que no vimos, ni escuchamos, cuando llegó.

“¿En qué les puedo ayudar? ¿Andan perdidos?”

—Pues la verdad, sí, ¿cómo llegamos a La Estancia? —pregunté.

“Uh, pues ya se pasaron mucho, tienen que regresarse por aquí mismo como venían, y cuenten veinte minutos después del segundo arroyo, y allí va a estar la desviación a su mano derecha... La Estancia está ahí muy cerca del camino”.

Fue cuando volteé a ver al padre, y fue en ese segundo cuando el señor de la gorrita y del caballo se fue, se desvaneció en la mitad de aquel llano como mesa de billar.

“¡Híjole, padre, ya no le vuelvo a echar relajo con lo de las ánimas, neta”.

Y exactamente veinte minutos contados después del segundo arroyo, ya de regreso nosotros por el camino, dimos vuelta a la derecha, y ahí estaba el mentado ranchito. En la tarde, con la carretera de vuelta a Chihuahua, incluso la gasolina me duró hasta la primera estación de servicio, y desde entonces ya no molesté al padre Nacho con sus adoradas ánimas del Purgatorio.