El horror nuestro de cada día (353)

MEOQUI: LA LEYENDA DEL HOMBRE COCIDO EN SOSA CÁUSTICA


El horror nuestro de cada día (353)

La Crónica de Chihuahua
Octubre de 2018, 18:36 pm

Por Froilán Meza Rivera

Meoqui.- “¡Qué muerte tan horrorosa debió tener este señor! ¡Cómo habrá sufrido el pobre! ¿Qué le pasó? ¿´Se quemó? ¿Murió en un incendio?”

“No, dicen que fue del corazón, ¿por qué pregunta usted?”

“Pues mírele la cara”.

“¡Ay, carajos, así no estaba ayer!”

Esta conversación llamó la atención de los asistentes a la misa de despedida del cuerpo de aquel difunto, y bien pronto había ya una multitud empujándose para mirar dentro del ataúd, y lo que vieron ahí les causó gran sorpresa.

Circuló la versión de que el señor Álvarez había sufrido un castigo del cielo, y que el diablo fue comisionado para quemarlo en ácido, en reprimenda por los pecados terribles que cometió el muertito hasta el último día de su vida.

La cara estaba desfigurada, así como el resto del cuerpo, como lo constataron los familiares al examinarlo, y ahora el ocupante de la caja mortuoria tenía una expresión de horror como si lo hubiesen torturado. Esa horrible transformación la sufrió ahí mismo en la velación el difuntito en las horas de la madrugada, cuando se retiraron los parientes a descansar.

Las campanas del templo de San Pedro y San Pablo tañían dolorosa y pesadamente ese día, doblaban a duelo por el alma del señor Álvarez, uno de los principales del pueblo, muerto apenas la víspera.

Mucha gente se había congregado para la velación, que fue toda en la iglesia, y no porque el difunto fuera de la devoción de los meoquenses, sino al contrario, porque se trataba de uno de los personajes más odiados de que tuvieran memoria las personas. Era el señor Joaquín Álvarez, de la familia Álvarez de la fábrica de jabón.

Era este don Joaquín un sujeto que se aprovechaba del poder que tenía sobre sus peones y que los maltrataba en la fábrica, e incluso afuera en la calle, atropellaba la dignidad de la gente “baja” -así llamaban los ricachones a los trabajadores-. A todo mundo maltrataba el cacique, desde sus propios peones hasta la gente del mercado y, en general, a todos los que se topaban con él. Los hacía objeto de las peores humillaciones e insultos verbales, pero también hacía un uso abusivo de un látigo que cargaba siempre y al que nunca daba descanso flagelando las espaldas de los humildes del pueblo.

El señor Álvarez era el padre de uno de los sacerdotes, y fue por ello que el cuerpo había sido velado en San Pedro y San Pablo, que era la iglesia principal.

Según el testimonio de Tania Guadalupe Chavira Chacón, la fábrica de esta familia estaba cerca del río, en la orilla norte. Trabajaban ahí muchos empleados que vivían ahí mismo con sus esposas e hijos.

Cuentan que el patrón era un aprovechado, muy mujeriego, y que si la esposa de alguno de sus trabajadores le “llenaba el ojo”, no se tentaba el corazón el desgraciado para llevársela a la fuerza y amenazarla si se resistía. Generalmente, la amenaza era el despido del esposo, y con ello la posibilidad de quedarse la familia sin sustento.

“Oiga, y ¿no las conquistaba en buena ley?”

“No, porque el señor era horrible, ya de por sí feo de espíritu y de trato, sus defectos se agrandaban con la maldad que rezumaba por todos los poros. Te aseguro que ninguna mujer con ojos en la cara se hubiera ido con él por gusto”.

Lo peor, según las versiones de los meoquenses, era que después de abusar de las mujeres, don Joaquín Álvarez asesinaba a los maridos y los desaparecía. Aseguran que los echaba en una de aquellas grandes tinas de su taller, llena de sosa cáustica hirviendo, donde se deshacían carne, entrañas y huesos de las desventuradas víctimas.

Los desgraciados se convertían en grasa disuelta, primero, y después en jabón comercial, que era distribuido en la frontera y en la ciudad de Chihuahua bajo la marca comercial y el sello de la Casa Álvarez, de Meoqui.

Dicen que la iglesia fue cerrada unas horas en consideración de los familiares, para que éstos se retiraran a descansar, porque al medio día siguiente el difunto debería ser llevado a enterrar en el panteón.

Además del cuerpo desfigurado, aparentemente con fuertes dosis de sosa cáustica que le fueron rociadas al cuerpo inerte, los familiares se sorprendieron con el desorden que encontraron: los moños y velas desgarrados, y deshojadas todas las flores de las ofrendas.

Dicen, dicen en Meoqui, que el diablo hizo a don Joaquín Álvarez objeto de una maldición que se ha de haber originado en la multitud de sus víctimas.

“El que a hierro mata, a hierro muere”, comentaron en el sepelio.