El horror nuestro de cada día (333)

MI NOVIA FANTASMA EN GUACHOCHI


El horror nuestro de cada día (333)

La Crónica de Chihuahua
Julio de 2018, 14:43 pm

Por Froilán Meza Rivera

Todo fue una broma cruel de los sentidos, creo. O una jugarreta del más allá, de fuerzas sobrenaturales que barren y trapean con los sentimientos de la gente. En este caso, en cualquiera de esos supuestos, yo resulté dañado. Pero les voy a contar la historia, para que comprendan lo que estoy diciendo.

Venía llegando yo a Guachochi acompañado de dos de mis paisanos de acá mismo con los que compartía la renta y los gastos allá en la capital, donde estudiábamos. Y a la vuelta de una curva, apenas y pude creerlo: Mi amor de la secundaria, mi adorada y lejana Patricia Reyes, la inalcanzable Patricia, estaba ahí delante de mi camioneta, pidiéndome aventón. Por supuesto que me paré.

“¡Mira, es la Pati!”, hizo notar Gerardo, como si los demás fuéramos ciegos. “¡Claro que es la Pati! Mira, sigue igual de bonita”.

Veníamos a las fiestas del pueblo, y no se nos hizo raro ver a la muchacha en la orilla de la carretera, porque su comunidad estaba aquí mismo, y la gente que se cansa de esperar el camión, usa mucho pedir el “raite”.

“Súbete, preciosa, ¿vas al baile?”

Sí iba al baile, dijo, y me pidió que la llevara a la plaza, donde iba a estar esperando mientras llegaba la hora. Yo me fijé que la pobre no llevaba un vestido adecuado para la ocasión, ella lo reconoció y me ofrecí -con la doble intención de quedar bien con ella, lo admito- para interceder con mi hermana para que le ayudara a prepararse.

Así que fuimos a llevar primero a los muchachos a sus casas respectivas, y luego a la mía, donde ya no estaba casi nadie excepto mi hermana, porque se habían ido ya a la plaza. Ellas no se conocían, porque mi hermana es menor que yo, pero eran más o menos de la misma talla, y entonces me desaparecí y las dejé escogiendo vestidos, en lo que yo me bañaba y me cambiaba en mi cuarto.

Ya aderezados para la fiesta, salimos nosotros tres. El vestido que traía Patricia parecía que se lo habían hecho a la medida, tan bien se veía... ¿Digo bien? Deslumbrante estaba.

Todos quedaron impresionados. Ese vestido rojo resaltaba su figura, la belleza de sus rasgos, la aureola brillante que la acompañaba y que nos transmitía alegría a los que la rodeábamos.

A mí me parecía que éramos sólo ella y yo en el mundo. Ella quiso bailar conmigo y no le apeteció cambiar de compañero. Yo me sentía volar entre sus brazos y me sumergí en el dulce abrazo y en el ritmo del baile.

Pasaron así tres, cuatro, cinco horas, hasta que se hizo tan tarde, que ella me pidió que la llevara a su casa.

Allá fuimos al caserío donde vivía. Al llegar, ella me pidió que le dejara en la carretera, no fuera que la regañaran al verla llegar en mi compañía.

Se despidió de mí con un beso en la mejilla que me ardió y que todavía me arde como si me lo estuviera dando todavía.

Yo la vi irse como flotando entre los pinos, hasta que dio vuelta al recodo y dejó el camino para tomar la veredita que llevaba hasta el patio de su ranchito.

Al día siguiente, en cuanto me pude zafar de los compromisos que me imponía mi madre cada vez que volvía al pueblo, como el desayuno con toda la tribu, ir a misa y pasar a la nevería a comprar paletas para toda la chamaquiza, me fui a la comunidad donde vivía Pati.

“Señora, ¿está Pati?” -Le pregunté a su madre, quien salió cuando toqué la campanita.

En ese momento no supe por qué, pero noté que a la señora que se le descompuso el semblante. Tomó un aspecto de sorpresa, de miedo... y de tristeza.

Al fin, cuando pudo hablar, me dijo: “¡Usted está equivocado, joven, y busca a Cuquis!”
“No, busco a Pati. ¿Qué? ¿No está? ¿A qué hora vuelvo?”

“Usted no la ha visto, ¿verdad?”

Yo dudé un poco por aquello de que la fueran a regañar, pero no pude mentir: “Estuve con ella en el baile de anoche y la vine a traer... yo bailé con ella”.

Sin saber qué responderme, la señora permanecía en silencio, hasta que se deshizo en llanto, y me dijo: “No, joven, no bromee conmigo, y menos porque mi hija está muerta desde hace tres años, ¿qué gana usted con mentirme?

Yo, incrédulo, insistí en que había bailado con ella toda la noche.

“Sí, joven, a ella le gustaba tanto el baile, pero por eso murió, porque esperaba en la carretera a que pasara el camión o que pasara un conocido para que la llevara a una fiesta, pero la atropellaron, nunca supimos quién fue”.

Yo estaba en shock, y la señora, al verme así, me agarró de la mano y me llevó al panteón del ranchito. Ahí, en una tumba llena de flores frescas, vi su nombre escrito en madera, y ahí, cuidadosamente doblado, estaba el hermoso vestido de fiesta rojo que le había prestado mi hermana el día anterior.