El horror nuestro de cada día (316)

A LOS DIFUNTOS EXTRAVIADOS, GUÍALOS HACIA LA LUZ


El horror nuestro de cada día (316)

La Crónica de Chihuahua
Noviembre de 2017, 17:53 pm

Por Froilán Meza Rivera

Es fama pública que en vísperas de Todos los Santos, los espíritus de los muertos regresan a la tierra y andan entre los vivos. De esa creencia surgieron las costumbres de los pueblos prehispánicos que pasaron al pueblo mestizo que forjó a este país.

Las ofrendas en el panteón, los altares con los que se les obsequian los alimentos y las bebidas que en vida preferían estas ánimas, tienen el objetivo de calmarlos y de refrenarlos en las intenciones que pudieran tener de hacer daño a los vivos.
Y de guiarlos hacia su lugar y hacia la luz...

Pues bien, según relata don Atanasio Villalobos, del antiguo Ejido de Nombre de Dios, había en ese pueblo un hombre solo, quien había enviudado hacía ya varios años, pero que era muy descreído en todo lo del culto y reverencia a los muertos.

Este señor, de nombre Cristino Leal, vivía de vender paletas en tiempo de calor, y churros en el invierno. En el cuarto año de su viudez, don Cristino estaba ya convertido en un hombre solitario, aunque en su barrio no faltaban amigos que lo pasaban a visitar en las tardes, y el hombre no tenía más remedio que departir con ellos en el porchecito de la casa, hasta que de plano caía la oscuridad y terminaban por recogerse a la calidez de sus propios hogares.

“Compadre Cristino, ¿por qué no le lleva flores a la tumba de la comadre? ¿No piensa ir a velar su cruz en el panteón? Ya ve que se comenta aquí que ella no se fue conforme, porque usted no la lloró. ¿Qué, no sufrió usted por su pérdida?”

La intromisión del amigo rayaba en lo intolerable, según el ánimo del hombre, pero trató de no ser grosero.

“Usted sabe que de donde yo soy, no acostumbramos a ir a velar a los muertos al panteón, yo no creo que mi esposa venga a jalarme las patas en la noche, sólo porque no le llevo flores”.

“No, es que no son las flores, es la presencia lo que cuenta, compadre, puede ir usted solo sin ofrenda”.

Era creencia generalizada que es bueno prenderle veladoras a las tumbas, por si acaso el espíritu se pierde, para que encuentre su lugar, porque la tumba es como la puerta al más allá.

“No me lo tome a mal, compadre Cristino, usted sabe que yo no soy metiche, pero la ofrenda y el altar en la casa son para que el muertito se guíe, para que recale aquí, si es que andaba vagando sin brújula y penando por las oscuridades... usted sabe que los pobrecitos no tienen ojos para ver de lejos, pero si es que llegan al calorcito de la casa donde vivían, van a ver las veladoras prendidas en su honor, y van a ver que aquí se recuerdan sus gustos de cuando vivían, y entonces los puede uno guiar al panteón, y allá encontrarán su camino, compadre, no tenga duda”.

Cristino Leal quedó impactado por la revelación de su amigo y, sin razonarlo siquiera, encendió una veladora primero, y otras dos después, en el rincón de costura donde Tomasa se pasaba las tardes con sus labores de aguja. Trajo el viudo el costurero, y dejó abierta una cocacolita y a su lado una mejoral, que eran el alivio para los males de la mujer a media mañana.

“Estás enviciada con la coca cola chiquita y las mejorales, mujer”, recordó él los términos en que regañaba medio en broma, medio en serio, a su esposa, a quien criticaba que se drogara con esa combinación.

“Ay, sí, tú. ¿Qué no sabes que es medicina?” —Replicaba ella.

En medio de ese recuerdo fue cuando Cristino sintió el airecito y la presencia repentina de aquel perfume revelador.

“¿Eres tú, Tomasita? ¿Aquí andas? ¿Qué quieres? ¿Necesitas que te guíe al panteón? Espérame a que prepare la comida y las veladoras, allá vamos, vente conmigo y yo te llevo a la tumba”. Aquel hombre descreído se convenció de que su mujer andaba vagando en espíritu, que andaba sin sosiego sin encontrar su camino en los senderos de tinieblas a donde son arrojados los muertos recientes antes de que se reúnan con la luz.

El hombre sintió la presencia porque olió el aroma cotidiano que durante casi cuarenta años había emanado de la compañera de su vida, aquel perfume natural que se le formaba del sudorcito entre el cuello y el pecho, perfume de mujer que ahora identificaba como el de la presencia de su esposa.

Olió el aroma de la nada, pero a la presencia invisible e incorpórea de la difunta acompañó un airecillo que movía las llamas y las hacía mecerse, y una distorsión como la del calorcito de verano en el rellano de los caminos.

Muy temprano salió él en la mañana, con ella por detrás siguiéndolo en espíritu, y su ofrenda fue la más abundante ese año en el panteón del pueblo, y las veladoras que encendió encima de la tumba, guiaron al espíritu extraviado hacia la luz.