El horror nuestro de cada día (301)

LA MUJER QUE MURIÓ EN EL DESIERTO


El horror nuestro de cada día (301)

La Crónica de Chihuahua
Junio de 2017, 15:59 pm

Por Froilán Meza Rivera

“Auxilio, socorro”.

“Auxilio, socorro”.

Los gritos desgarradores, claros aunque bastante apagados, nos indicaron que cerca del senderito que seguíamos, en un lugar de aquel terrible desierto, había una mujer muriendo de hambre y de sed.

“Auxilio, socorro”.

“Auxilio, socorro”.

¿Estaba sola? ¿Tendría en su regazo a un bebé muerto de deshidratación, lacio, pálido, aferrado a una madre que se resistía a dejar abandonado ese pedazo de carne que era también sangre de su propia sangre?

Con todo el dolor de nuestro corazón tuvimos que ignorar esa petición de auxilio, porque nuestro grupo estaba igualmente al borde de la inanición. Era imposible que nos desviáramos en aquellos momentos cruciales de nuestras existencias hacia aquellos barrancos en aquellos caminos de muerte. Y yo menos, porque llevaba la responsabilidad de empujar a mi compadre a como diera lugar para que no se dejara vencer.

Este mi compañero, con el que salí de Anáhuac, Chihuahua, hacia lo desconocido, se había quedado tirado dos veces sobre la arena del desierto en las últimas veinticuatro horas, y dos veces lo levanté y me lo llevé a rastras. Como argumento para convencerlo de que no se dejara morir ahí, le tuve que mostrar mis propios pies convertidos en asquerosas y sangrantes llagas llenas de pus.

“Ándale, compadre ¿a poco te vas a quedar a morir aquí? Cuando menos espera que lleguemos a Phoenix para que te haga un funeral decente” —Trataba de animarlo a toda costa.

El peligro de muerte nos rondaba, rozaba nuestras cabezas como pájaro de mal agüero, casi al final de aquella aventura interminable que estaba quebrando la resistencia de los diecisiete.

Era aquél nuestro sexto día en el infierno, después de que estuvimos en Agua Prieta, Sonora, unos primeros quince días peleando con los “coyotes”, coqueteando con ellos, suplicando por sus servicios y sufriendo finalmente junto con tres de ellos la travesía.

Salimos de noche y en la primera jornada, en el invierno pleno de un mes de enero, caminamos entre los espinos y entre breñas que nos desgarraron los tobillos y nos arañaron la cara, la panza y los brazos.

En un punto de la oscuridad fuimos llevados todos, catorce “pollos” o “mojados”, más tres “coyotes”, embutidos dentro de dos automóviles. Habíamos caminado, supe después, hasta las inmediaciones de Tombstone, y los “coyotes” nos aventaron hasta más allá de Benson por el bosque de los saguaros, desde donde la emprendimos de nuevo a pie.

Dormimos de día, y de noche nuevamente caminamos, ya con ánimos menguados por la falta de provisiones. ¿Acaso se me olvidó mencionar que estuvimos dos días metidos en una caja de tráiler, esperando a que los traficantes de sueños hicieran los “conectes” para que se nos recogiera por el rumbo de Casa Grande? Ahí en ese gigantesco ataúd hacíamos nuestras necesidades, y lo que en unas pocas horas fue una pestilencia insoportable, se convirtió después en una molestia secundaria, cuando la falta de agua y de comida nos estragó los intestinos y los ánimos. Varias veces tuvimos que intervenir como mediadores mi compadre y yo para arreglar unas disputas que de otra manera hubieran terminado en una masacre colectiva.

Cuando nos sacaron, dimos gracias al cielo por tener la libertad de movernos y de caminar.

Uno de aquellos tramos misteriosos que recorrimos durante las horas de la noche, lo caminamos todos con las manos al lado de la cara, protegiéndonos de las espinas ganchudas, en un espeso e inacabable bosque de gatuños.

El infierno bajó a la tierra y se aposentó sobre aquella manada de seres descorazonados que sufrían todo tipo de tormentos terrenales y espirituales.

Rudos hombretones lloraban como bebés.

Hombres en la plenitud de la madurez hacían rabietas de adolescentes a cada paso.
Mi compadre a quien se reputaba en el pueblo como valiente y osado, no vaciló en entregar la vida a las primeras de cambio.

Y el más estoico de nosotros chillaba ante la falta de sueño y el exceso de cansancio.
¡Cómo admiré en aquellos momentos la valentía y la serenidad de nuestros guías a los que hoy me rehuso a llamar “coyotes”! Cómo envidié la fortaleza de aquel joven de pelo rizado quien, encima de tener que lidiar con un bonche de piltrafas, tuvo la entereza de subir un cerro a hacer guardia por nosotros y estarse ahí como tres horas, esperando a que se marchara la patrulla fronteriza que nos detectó y que por poco nos atrapa a todos.

“Auxilio, socorro”.

“Auxilio, socorro”.

La mujer de la vocecita ¿estaba tirada, desfallecida, o acaso habría sido víctima de la mordedura de un escorpión o de una víbora de cascabel?

Imposible saber exactamente de dónde provenía el lamento que destrozó nuestros oídos.

“Auxilio, socorro”.

“Auxilio, socorro”.

¿Estaba sola? ¿Esperaba que fuéramos en su auxilio para salvar acaso a un esposo que yacía a su lado estragado por el infernal desierto?

Como un milagro, todos los diecisiete de mi grupo, incluido mi compadre venido junto conmigo desde colonia Anáhuac, salvamos la vida y pudimos llegar a Phoenix renacidos de nuestras ruinas, igual que el ave Fénix que presta su nombre a esa ciudad.

“Auxilio, socorro”.

“Auxilio, socorro”.

¿Quién fue la mujer a la que dejamos morir en medio de los tormentos del anchuroso y homicida desierto? ¿Le llora alguien, alguno la recuerda, algún hijo, un padre? ¿Acaso una madre se desangra en espíritu por haber sobrevivido al fruto de sus entrañas?