El horror nuestro de cada día (CLXCII)

MIENTRAS MÁS LEJOS DEL PANTEÓN…


El horror nuestro de cada día (CLXCII)

La Crónica de Chihuahua
Julio de 2014, 23:07 pm

Por Froilán Meza Rivera

Me sentí muy sola ahí, entre las numerosas tumbas de aquella parte del panteón, y más porque cuando llegué con mi abuelita, ya la gente se estaba yendo, porque caía la tarde. No recuerdo haber llegado un 2 de noviembre oscureciendo a un panteón, fue francamente una locura dejarme arrastrar por la viejita.

Era la llamada “hora azul”, cuando las cosas de la tierra adquieren esta tonalidad, ante la ausencia de la luz directa del sol, y ante la ausencia de una verdadera oscuridad. En esa hora incierta, el terror más puro hizo presa de mi corazón, y empecé a dar vuelo a las peores fantasías.

¿Y si salían los muertos de sus fosas y me arrastraban a la tierra con ellos? ¿y si era entonces, el último día de mi vida? ¿tan joven yo?

El crujido de una rama seca al ser pisada, a mis espaldas, me sobresaltó, y si hubiera sido mi abuelita, me hubiera vuelto el alma al cuerpo, pero lo que vi al volverme, fue el ser humano más horripilante de que tengo yo memoria. Tenía, o más bien tuvo, cuando vivía este espectro, tal vez una larga y hermosa cabellera, pero lo que le colgaban ahora entre una calvicie de descomposición cadavérica, eran unos mechones sucios y adelgazados.

Ojos, ya no tenía, los había perdido entre las fauces de los gusanos.

Y su ropa eran jirones deshechos que no se le habían caído porque Dios ahí quiso que los trajera colgando, y entre los andrajos se le distinguía la piel color de pus, carcomida a medias.

Eché a correr como jamás he corrido en mi vida, sintiendo en la nuca el sonido electrizante y suave de los pasos vacilantes de aquel muerto que venía detrás. Salté donde debía de saltar, me ahorré cientos de metros en atajos, hasta que tropecé con mi abuela y con el guardián, justo en la puerta del panteón. Por un rato no pude hablar.

Mi abuelita me había invitado a que fuéramos al panteón de Dolores a visitar la tumba de mi papá, su hijo. Era la primera vez que veía yo aquella sepultura, porque desde la muerte de papá, mi mamá nunca había querido traerme. Ella lo odiaba, igual que lo odió en vida.

A mí me hacía mucha ilusión ir a verlo, así que me trepé al jeep de mi abuelita.
Después de que depositamos la ofrenda y de que rezamos un poco, me entró un ansia por irme pronto. ¿Podemos irnos ya, abuela? -pregunté entonces.

—Espérame tantito, m’ija, que voy a llevarle unas flores a tu abuelo, y luego nos vamos. Si quieres, adelántate a la puerta, para que no nos vaya a dejar adentro el cuidador, porque creo que ya van a cerrar.

En seguida, la vieja se adentró en una serie de tumbas a la derecha de donde estábamos, y yo me encaminé hacia la entrada, pero creo que me perdí, y me metí en una especie de laberinto formado por dos mausoleos y otros monumentos de cantera, al lado de un como corralito por donde ya no pude pasar.

Me agachaba para evitar las ramas bajas de un árbol, cuando me dio aquel ataque de terror y se me apareció el muerto que me correteó.

—¿Dónde has estado? Te he buscado durante media hora, m’ijita, ¿por qué tardaste tanto? —Me dijo la abuela.

—Me perdí, mami Luz, me perdí.

—Ay, m’ija, es que escuché tus gritos y me preocupé.

Regresamos al jeep de la abuelita, y le pedí que pasáramos a comprar un dulce o algo, para el susto. Entonces le conté lo que me había pasado y puso una cara que no sé si me habrá creído.

Lo que es por mí, nunca, nunca, lo juro, iré al panteón tan tarde, si de por sí a mí ni me gusta eso del 2 de noviembre y esas cosas... porque mientras más lejos de los muertos, mejor.