El horror nuestro de cada día (282)

LA LEYENDA DE LA NOVIA DEL HILTON


El horror nuestro de cada día (282)

La Crónica de Chihuahua
Julio de 2016, 19:27 pm

Por Froilán Meza Rivera

Del desaparecido Hotel Hilton, que levantaba su estructura en terrenos en donde están hoy el edificio Guízar y la torre del Congreso del Estado, en Libertad e Independencia, persisten varias historias.

Una de ellas fue relatada con frecuencia durante muchos años antes de que demolieran el edificio, y su sola mención provocaba que los empleados y clientes se estremecieran de miedo y se santiguaran, como protegiéndose del mero roce del maligno.

Era tanta la gente que entraba y salía del lujoso hotel y de su restaurante, que era difícil conocer a todos ellos. Leticia Montealegre era recepcionista en el Hilton, y esa vez le tocaba el turno de noche. El hotel tenía una entrada grande, cuya puerta nunca cerraba.

Para Leticia era una noche tranquila, y prometía ser fácil.

La tranquilidad, sin embargo, fue interrumpida por una figura que venía bajando la suntuosa escalera que estaba justo enfrente de la entrada. Era una mujer con vestido de novia, de largo velo y con un ramillete de pequeñas rosas en la mano derecha. Bajó sola, lo que resulta extraño en una novia, y se perdió en la calle oscura.

Leticia no recordaba haberla registrado, ni siquiera con otra vestimenta, porque hubiera sido difícil no notar las facciones finas y la tez de blanco extremo.

Si andaba así vestida, razonó la recepcionista, era porque iba hacia una iglesia, o al registro civil, lo que era casi imposible, porque a esa hora, las 9 de la noche, todo estaba cerrado ya.

O bien, la mujer se podría estar dirigiendo a una fiesta.

Pues así lo dejó, a pesar de que se quedó con la duda. Al siguiente día, cuando entró de nuevo al mismo turno que la noche anterior, preguntó a la recepcionista que salía a las 7 y media, que si ella conocía por casualidad a una mujer tal y como se la describió.

“¡Anda! ya te la topaste”, le dijo la muchacha a su compañera. “Lo que pasa es que tú casi nunca estás aquí después de que anochece”, agregó.

“¿Pues quién es? ¿Es alguien famoso?”

“Pues sí, es una mujer muy famosa aquí en el Centro, porque se pasea por las tiendas de la Libertad, y se regresa acá, que es de donde sale siempre, cada noche”.

“¡Ándale! Y ¿de dónde sale?”

“De allá arriba, de la azotea, donde se aparece”.

“¡Ay! ¿A poco es una aparecida?”

“Te voy a contar la historia de esta pobrecita, para que aguantes el miedo cuando te toque verla. De veras que es una tragedia muy dolorosa...”

Cuentan que es una muchacha a quien su novio la dejó esperando en el altar de la Catedral. Eran ambos de las familias más ricas de la ciudad, y los preparativos para la boda habían entretenido por varios meses no sólo a la muchacha, quien estaba muy ilusionada, sino a las dos familias. ¿Que hacían falta vestiduras para las sillas del salón? ¿Manteles nuevos para las mesas de la fiesta? ¿Raffias, jacquards, tapetes? Sólo se nombraban los faltantes, y de inmediato los mandaban traer del extranjero. El vestido de novia fue pedido de un catálogo de ropa exclusiva de un famoso modisto de novias de París.

En fin, la culminación de tantos preparativos y de tanta emoción contenida, debía ser, por fuerza y sin duda alguna, el casamiento de la pareja. Así que cuando pasó un minuto sin que el novio apareciera allá por la puerta principal del templo, ella lo justificó mentalmente arguyendo cualquier detalle superable. “Ya llegará, no debo de preocuparme”, parecía decir ella con tranquilidad, sosteniendo el ramo que ya le habían pasado sus damas de honor.

Pasaron cinco minutos, y ella se impuso una tranquilidad ya un tanto forzada, mientras que los padres de ella y de él no dejaban de mirar nerviosos hacia el extremo del pasillo.

Cuando se acumularon veinte minutos de vana espera, ya nadie en la nave principal de la Catedral se mantenía en su lugar, y se había armado un total desorden de gente yendo y viniendo al atrio, de personas levantándose curiosas y asomándose al lugar donde debía aparecer el novio.

Llegó un momento en que ya se había desbaratado cualquier esperanza, porque en lugar del muchacho apareció un mensajero con una cartita que fue entregada a la novia, quien se desmayó ahí mismo en el altar, y quien no despertó sino hasta el día siguiente, con el corazón destrozado, muda, muerta en vida.

Dicen que el muchacho se arrepintió porque ha de haber conocido a una irresistible mujer en los antros del bajo mundo donde toda la alta sociedad sabía que se revolcaba. Era pues, un irresponsable, un parrandero empedernido de quien muchos esperaron que cambiara con el matrimonio.

La novia se suicidó el mismo día que despertó del desmayo, y la leyenda dice que por las noches se paseaba entre la Catedral, el Hilton y las calles comerciales del Centro, donde su espíritu busca incansable y con desesperación, al novio que nunca llegó.

Se alojó ella en el Hotel Hilton, a donde llegaba su espíritu envuelta en una forma visible, para el terror de los empleados de la noche. Bajó durante muchos años por la escalinata, y la veían también por los pasillos.

No son pocos incluso, los que todavía hoy, a más de cincuenta años de su muerte, la miran parada ante al altar, solitaria y erguida, como una sombra con velo, como el vislumbre de una silueta blanca con toda la forma de una novia.