El horror nuestro de cada día (CLXXVII)

TERRIBLE EXORCISMO


El horror nuestro de cada día (CLXXVII)

La Crónica de Chihuahua
Mayo de 2014, 22:01 pm

Por Froilán Meza Rivera

La cara de la mujer se transfiguró ante el simple gesto de mi parte de levantar el aspersor del agua bendita. Se carcajeó el demonio adentro de ella, y por ella mediante me hizo saber que aquello no lo iba a dañar, en absoluto.

Una mirada reconcentrada de aquel espíritu encarnado en la pobre mujer, desató, sin perder tiempo, una tormenta adentro de la habitación, y todo voló por los aires, incluyendo las personas, y fuimos lanzados por las ventanas para caer dos pisos abajo, en la calle. Una desgracia terrible, nada parecido a lo que se ve en las películas. En la vida real, el diablo no pierde tiempo.

Todo aquello tuvo su inicio dos semanas antes.

Nada en el semblante de aquel hombre tranquilo me preparó para lo que sobrevendría a partir de su visita a la oficina parroquial. Tocó la puerta con toda calma, lo recibí en la entrada y le hice pasar a la mesita que tenemos en el tejado abierto del jardín de la casa parroquial.

“¿Qué se te ofrece, hijo?”, le pregunté con el absurdo formalismo de llamar “hijo” a un hombre que, por la edad que aparentaba, podría ser mi padre.

“Quiero que me acompañe, padre Ulloa”, me dijo con la vista baja.

No pregunté a dónde, ni a qué. Le dejé hacer...

“Quiero que le saque los demonios a mi esposa, padre Ulloa”, completó la idea, y fue entonces que, al levantar el rostro, descubrí las cicatrices que no había notado antes. Era un desgarrón en el cuello, que dejó la piel y parte de la carne levantada, en un tramo breve a un lado de la yugular, suertudo que resultó. Y no sé de qué guerra obtuvo también una serie de marcas paralelas debajo de cada mejilla, éstas tan finas como si las garras que las hubieran arado, hubieran sido rebajadas en esmeril.

“¿Qué le sucedió a tu esposa, hijo?” De nuevo el “hijo” que nos separaba y que elevaba artificial y engañosamente mi persona sobre la de él, ¡vanidoso yo!

A grandes rasgos, el hombre me relató las horas de horror que habían iniciado la semana anterior, un domingo después de que asistió la pareja a misa en mi templo.

“Me dijo que se sentía muy mal, la subí casi arrastrando al coche, iba como desmayada, pero mantenía los ojos abiertos y los movía de un lado al otro, le abroché el cinturón de seguridad para que no se me fuera a caer. Llegamos a la casa y la llevaba en brazos a la recámara, pero en el pasillo empezó a mover el cuerpo, como hacen los gusanos, tan fuerte que casi me caigo con ella. Alcancé a llegar y la deposité en la cama, y a pesar de que no dejaba de moverse así, se me quedaba mirando muy fija a los ojos con una cara de maldad pura y de odio concentrado...”

Como era la costumbre, anoté todo. Era el de ellos un matrimonio reciente, de menos de un año de realizado, él contaba actualmente con 63 años, y ella sólo 31, es decir, menos de la mitad.

Me hizo notar que se trataba de una mujer muy seria, callada en extremo, de trato y carácter muy planos, es decir, que no presentaba altibajos.

“Pero ahora que me pregunta”, dijo con voz de asombro, “hace seis meses se convulsionó durante una crisis de fiebre, y dijo cosas que yo pensé que eran producto de la enfermedad, y me llamaba ‘gusano inmundo’, y gritaba mi nombre verdadero, que no es con el que ella ni nadie me conoce, ya que me lo cambié cuando era joven”. ¿Quién le había contado esa cosa que el marido llevaba enterrada en el secreto más hermético?

“Ahora que me fijo, es posible que ya hubiera estado poseída desde mucho antes...”. Aquel hombre hizo una mueca de dolor, y prosiguió contándome: “Ella no comía muchas cosas, y con cada día que pasaba, hacía más grande la lista de lo que no podía consumir: empezó con las frutas, siguió con los caldos, todo tipo de sopas aguadas y caldos, y luego lácteos, y actualmente sólo tolera carne casi cruda... ¿qué raro, no, padre?”

A los tres días acudí a examinarla, e hice varias preguntas a la mujer, pero me contestó siempre en la lengua pima, que yo confundí con la rarámuri, por lo que en la siguiente sesión me hice acompañar por un amigo originario del poblado de Aguas Blancas, del municipio de Madera. Afortunadamente me equivoqué con mi amigo, que es pima, y pudimos traducir todo lo que ella decía. No había, por cierto, ninguna explicación para que ella hubiera aprendido a hablar de manera tan correcta esa lengua.

Respondió, en resumen, diciendo que era un espíritu de muy abajo en la tierra, y que había podido salir por una de las varias “ventanas” que abren los chamanes en sus ceremonias. Se identificó como Yarté Dils, y dijo que era tan poderoso, que cualquier esfuerzo en sacarlo de esa mujer, haría peligrar su vida.

Sin haber cumplido yo con la formalidad de pedir permiso a mi obispo, me embarqué en la desafortunada aventura que culminó con la muerte del esposo, con la irremediable pérdida de mi ministerio, y terminé lavando letrinas en los cuarteles, en la última de mis expediciones irreflexivas, que fue alistarme en el ejército como el último de los rasos soldados. Las culpas, supe sin embargo, no se borran con trabajos forzados.