El horror nuestro de cada día (278)

COMÍA Y BEBÍA SANGRE


El horror nuestro de cada día (278)

La Crónica de Chihuahua
Febrero de 2016, 22:52 pm

Por Froilán Meza Rivera

Es ésta una historia de amor, al menos así comenzó, pero nadie pudo vislumbrar ni la mitad de los horrores que a la postre acarrearía este romance.

Baltasar Rabal era un joven de buenas costumbres, criado en el seno de una familia de lo más normal. Este Baltasar quien era, lo que se dice, un buen partido para el matrimonio, se casó a los 23 años, muy enamorado de su joven y bella esposa Anaís.

Eran los años sesenta, y para las damas no había entonces muchas oportunidades de destacar o de aspirar siquiera a desarrollar una carrera u oficio, así que él se fue a trabajar, y su esposa se dedicó al hogar.

Anaís cocinaba todos los días para su esposo, el platillo a base de sangre de cerdo cocida que conocemos aquí como morcilla y que en otras partes del país nombran moronga. Morcilla con huevo, morcilla con verduras, morcilla frita entera con papas, morcilla a la plancha con arroz y puré, morcilla... hasta la saciedad, día tras día lo mismo. Baltasar pensaba que la monotonía en la comida era debida a la inexperiencia de la novia, pero ¡comer lo mismo todos los días es algo que acaba con el romanticismo de cualquiera!

Cuando la mujer hizo caso omiso de los libros de recetas que le trajo Baltasar, él empezó a sospechar que había algo oculto, aunque al principio sólo fue una leve inquietud. Resulta que ella le daba todas las tardes al marido un té que le decía que era contra la pesadez del estómago, y él se lo tomaba, igual que se comía todo lo que ella le servía. Otro detalle era que a los pocos meses del casamiento, ella cambió su aspecto: se veía demacrada y con ojeras, y andaba somnolienta durante el día, por lo que tenía que dormir siestas a veces.

Baltasar Rabal dejó de beber aquella pócima porque se dio cuenta de que le provocaba pesadez y que le imbuía un sueño muy profundo que le duraba toda la noche. Esa primera vez, él fingió estar durmiendo y se dio cuenta de que la muchacha se vistió a media noche y se salió de la casa.

“Es bruja”, pensó, atando los cabos de tantos detalles sospechosos. A la noche siguiente, Baltasar salió en pos de ella y la siguió a distancia por calles oscuras y callejones, hasta que llegaron a una cueva cuya entrada estaba oculta debajo de un puente.

En las profundidades alumbradas con antorchas, Anaís se reunió esa noche, como siempre, con los compañeros de una misteriosa hermandad. Eran siete individuos, tres hombres y cuatro mujeres incluyendo a la joven esposa. Colocados en círculo alrededor de una piedra a modo de mesa, todos ellos se quitaron las cabezas y las colocaron en medio. Ante los ojos del azorado mortal, ellos se transfiguraron en unos animales parecidos a grandes perros y salieron a la superficie por una entrada del otro lado de la cueva.

Los siguió Baltasar, aunque los perdió a cierta distancia de la cueva.

Se dispuso, sin embargo, a esperarlos adentro, escondido en un hueco cerca de la piedra a modo de mesa, desde donde observaba, a la luz de las luminarias, aquellas cabezas humanas que parecían mirarlo con ojos sin vida.

Antes del amanecer, los nahuales llegaron uno a uno al punto de reunión, trayendo consigo cada quien a una persona prensada del hocico. ¡Estaban muertas aquellas víctimas inocentes! En seguida, como siguiendo un ritual sanguinario, los monstruosos brujos, ya con su cabeza y bajo su forma humana, degollaron a los muertos y vertieron la sangre en unas bolsas de cuero que llevaban atadas al hombro. ¡Ese era el origen de la sangre con que la esposa elaboraba la morcilla de la comida de cada día!

Después de eso, los brujos o nahuales devoraron con hambre ansiosa la carne de sus presas.

Adelantóse Baltasar a toda prisa, llegó antes que la esposa a la casa del matrimonio, y le prendió fuego, aunque no esperó a ver consumada la obra, pues tomó el primer tren de la mañana con rumbo desconocido.

Nunca nadie supo del destino del joven Rabal, así como tampoco se conoció a partir de entonces el paradero de aquella bruja, nahual o vampira a quien había desposado él un desafortunado día.

La historia se conoció en el barrio gracias a una carta que envió Baltasar, casi treinta años después de esos sucesos, a un amigo suyo.