El horror nuestro de cada día (276)

EN EL ARROYO DE LA CANOA ¿ERA HOMBRE O BESTIA?


El horror nuestro de cada día (276)

La Crónica de Chihuahua
Febrero de 2016, 23:57 pm

Por Froilán Meza Rivera

Me fue imposible ver algo en semejantes tinieblas.

La oscuridad de la madrugada era total, y más con el inconveniente de que el poste del alumbrado donde recargaba y dejaba siempre mi bicicleta, tenía la lámpara fundida. A tientas me aventuré por el arroyo, después de haber recorrido el callejón que corría por atrás del templo de Santa Rita.

A mitad del senderito bordeado por jarillas y espinos, un rumor de pasos entre la hierba y unos como gruñidos me detuvieron en seco.

“¿Qué es?”, me interrogó mi propio miedo, y no me atreví a esbozar una respuesta.

Estuve en suspenso un rato, no sé decir cuánto, hasta que me pareció que la bestia o espíritu que me acechaba en aquel trance, se hubo retirado. Avancé un paso a la vez, tanteando con el pie antes de apoyar bien el cuerpo, y así me desplacé por un metro o dos. Abrí los ojos al doble, en afán inútil por absorber la luz de las estrellas, ausentes en un cielo encapotado que se había engullido también a la luna.

Entre paréntesis, debo decir que el lector de cierta edad se ha de acordar de que lo que hoy en día es el bulevar Díaz Ordaz, era hace cuarenta años un arroyo que corría serpenteando, y que describía más o menos las mismas curvas que tiene hoy la moderna vialidad.

Bueno, pues ese mismo arroyo de La Canoa es el que yo cruzaba todos los días en mi carácter de papelerito para entregar el periódico a un señor que vivía del otro lado, y acostumbraba recargar mi bicicleta en un poste que estaba en la orilla para irme a pie. Por supuesto, en temporada de lluvia, pues ni me arriesgaba y prefería irme a rodear hasta el Puente Verde o hasta el Puente de Guadalupe.

Ahora, en medio del arroyo, me saltaba el corazón y sentía que me golpeaba las costillas desde adentro. Decidí correr para salvar la distancia que me faltaba, al fin que yo conocía muy bien la vereda.

Corrí, pero ahí mismo me tropecé contra el cuerpo peludo de algo que me gruñó en la cara y que me aventó un aliento fétido como fétido debe ser el propio infierno. Con un manazo o una patada, aquello me golpeó en un tobillo, y yo no esperé para averiguar si se trataba de una bestia, de un hombre o, como lo sospechaba, de un fantasma.

Mientras que volaba en pos de mi biciclo salvador, me acordé de las historias de espantos que nos contaba aquel viejecito desdentado y contrahecho que nos encontrábamos a veces en el Parque Lerdo. Aquel señor al que apenas nos acercábamos por puro morbo, aseguraba que entre las jarillas de este mismísimo arroyo, se paseaban por las noches los espíritus de todos los muertos en asesinatos violentos, quienes se habían convertido en crueles y vengativos por no haber encontrado justicia en este mundo.

Como pude, volví a mis ocupaciones, y a las 11 de la mañana, todo sudoroso por tanto pedalear, regresé a Santa Rita para cruzar, ahora sí, aquel maldito arroyo y entregarle su periódico a mi cliente.

Al pasar a pie por La Canoa, estaba ahí, en el lugar de la aparición que me había espantado en la madrugada, un burro amarrado de las patas delanteras con un pedazo de soga. Un simple burrito que se ha de haber asustado igual que yo cuando lo empujé en la oscuridad de las cinco con cincuenta minutos de la mañana.