El horror nuestro de cada día (CLXXIII)

LA INCÓGNITA DE LA BRUJA


El horror nuestro de cada día (CLXXIII)

La Crónica de Chihuahua
Abril de 2014, 23:50 pm

Por Froilán Meza Rivera

Nadie conocía nada sobre ella, y el misterio le añadió atractivos ante los ojos de los muchachos del pueblo, muchos de ellos declarados admiradores de la joven. Tenía ella algo que siempre atraía las miradas de todas las personas. Gustaba muchísimo a los varones, y a las mujeres les provocaba envidia e inquietud porque parecía que hechizaba a sus hombres. Tenía un encanto misterioso.

Sin embargo, nada había con certeza de malo que decir acerca de la chica, quien era al parecer una buena persona. Anita Ruiz se casó con su joven enamorado, y formaron una pareja feliz. Él se la llevó a vivir a un cuartito que le prestaron cerca de la plaza, lo que era el inicio de un hogar propio para el nuevo matrimonio.

Esta es la historia de Anita Ruiz, tal y como la conocí en un relato de mi tierra.

Érase una joven recién llegada al pueblo. Vino ella con una familia a la que nunca conocimos, bien porque se trataba de gente en extremo discreta que nunca se dejaba ver, o bien porque -como muchos temíamos- la tal familia no existía y sus miembros fueron un invento de la muchacha. Lo cierto es que ella era siempre la única que daba la cara en público.

De ese tiempo, muchos recuerdan que se presentó una extraña oleada de gallinas perdidas, y a muchos de los gatos del vecindario se les notó que les habían extirpado los bigotes. ¿Qué era aquello? Mucho se especuló con brujas, con hechiceros, con ritos demoníacos, mucho se habló de que estos sucesos debían estar de alguna manera conectados con el reciente paso de una tribu de gitanos por el pueblo.

Para bien o para mal, pronto se enamoró de ella Martín Venegas, un joven que venía de una familia muy querida. En realidad, los dos se enamoraron.

Los dos se querían mucho. Cuando él se iba temprano a las oficinas de la empresa minera, donde trabajaba, la mujer se quedaba todavía en la cama, luego de que “le echara lonche”, como decimos acá. Buena gente que era la Anita, aunque una vieja desdentada conocida como sumamente supersticiosa, le gritó un día en la calle al flamante esposo que su mujer era “el diablo”. Martín, por supuesto, tomó el asunto como un insulto gratuito de la vieja amargada, “total, que las malas palabras se toman de quienes vienen”, pensó.

Pero por muy enamorado que estuviera, no pudo el muchacho dejar de notar algunos detalles sorprendentes en la conducta de su esposa. Por ejemplo, aunque él no la veía trajinar nunca en la cocina, ni en el patio, ni en la sala, ni con la ropa, ésta siempre estaba lavada, el patio barrido, la sala limpia y recogida, y la cocina y los trastes rechinando de limpios. ¿Cómo le hacía? ¿A qué horas hacía los quehaceres la mujer?

Acuciado por las dudas, un día el muchacho se regresó a su casa a media mañana, con el pretexto de que había dejado olvidado algo.

Nunca lo hubiera hecho... Entró sin hacer ruido, y como escuchó que la mujer estaba en la cocina preparándose algo de comer, ya iba a entrar allí, pero vio en la recámara algo que lo dejó horrorizado: a un lado de la cama encontró los dos pies de su esposa con todo y las pantuflas puestas. ¡Ella se había quitado los pies como si se tratara de un par de zapatos!

Con el terror pintado en su cara, se fue despacito, sin hacer ruido, a la cocina y en efecto, vio Anita Ruiz no tenía pies, que volaba o flotaba. Salió disparado a la calle, y llegando a la minera fue directo con sus dos amigos, a quienes contó lo que estaba pasando en su casa.

Él les dijo que ya estaba convencido de que su esposa era una bruja, y que nunca regresaría a su casa, lo que hizo puntualmente, pues huyó a la capital del estado sin decir nada a nadie, renunciando de hecho al trabajo y a su vida en el pueblo.

Muy triste porque adivinó lo que había pasado, la muchacha también desapareció, y dejó detrás de ella la incógnita de si era una bruja negra, una bruja blanca o un hada buena, lo que ya nunca se supo con seguridad.