El horror nuestro de cada día (275)

TESORO OCULTO DEL TEMPLO DE SAN FRANCISCO


El horror nuestro de cada día (275)

La Crónica de Chihuahua
Febrero de 2016, 22:24 pm

Por Froilán Meza Rivera

A la mitad del antiguo Callejón de las Ánimas, vivía el capitán don Gonzalo Díaz, a quien atormentó hasta el final de sus días el fantasma de un cura que a su vez había muerto en posesión de un terrible secreto.

Al fondo de aquella calleja que estaba en el centro de la capital, existía por aquel tiempo de la mitad del siglo Diecinueve, un jacal por demás humilde. Esta vivienda estaba ocupada por una familia que contaba entre sus miembros a una mujer joven llamada Teresa “La Loca”.

Triste pero a la vez sabrosa, esta historia la contaron los viejos hasta muy entrado el siglo Veinte, y ayer fue recordada por el nieto de uno de aquellos ancianos que, hasta antes de que hubiera televisión, entretenían a la chamacada por las noches con las leyendas y con cuentos de espantos.

Dicen que cuando Teresita contaba con veinte años, se difundió por el barrio la noticia de que el cura Samuel Peláez, quien había fallecido hacía tiempo, se materializaba frente a ella. La infeliz se retorcía en supremo espanto y, tiritando como ante en presencia de un frío invernal en el pleno verano, con las piernas encogidas, se apostaba en la banqueta de la calle dando gritos de pavor.

Atribuían las gentes tales desfiguros a la falta de seso de la muchacha, y aunque les daba miedo pasar por la esquina donde aquélla se ponía a pegar sus berridos, no la tomaban en serio en cuanto a lo de la aparición.

Cuando el capitán Díaz interrogaba a “La Loca”, ésta le contestaba casi a gritos y con los ojos abiertos hasta desorbitársele:

—Es el cura, que se me presenta.

Gonzalo Díaz sólo tiraba a loca a la mujer.

El 2 de noviembre de aquel año de mediados del siglo antepasado, día de los fieles difuntos, salió el capitán de su casa a su ronda cotidiana de vigilancia, siendo las diez de la noche, acompañado un subordinado. El vecindario, de suyo pacífico, se encontraba en silencio, tal vez la gente estuviera cansada después de visitar los camposantos de la ciudad.

Pasando por la Plaza de Armas, a Gonzalo Díaz le pareció ver un bulto que le llamó la atención porque se veía envuelto en capa larga, y al pasar junto a él se agachó, como ocultando algo.

Pensó Díaz que se trataba de un vecino del barrio del Centro, quien andaba enredado en amores ilícitos con una joven que atendía un puesto en el mercado de abajo, y estuvo a punto de llamarle, pero se impuso en él la prudencia de no poner en aprietos al tipo.

Sin embargo, a partir de aquella noche, Gonzalo Díaz se topó cada vez con aquel mismo bulto sospechoso, y siempre que intentó seguirlo, la persona desaparecía al doblar la esquina. Cada vez también, el capitán se encontró con todas las puertas cerradas en las casas y vecindades, y el paradero del bulto se convirtió en un misterio y una obsesión para él.

En una ocasión, tratando de no perderlo de vista, el capitán Díaz siguió a su escurridizo encapotado hasta el propio callejón donde él vivía, y pudo ver que se entraba a la casa de Teresa “La Loca”, estando cerrada la puerta de madera.

Otra de aquellas noches, divisó Gonzalo el bulto, y para estar seguro, mandó llamar al gendarme en turno, al que preguntó si no había novedad. “Todo está tranquilo, señor”, le contestó.

Pero en ese momento, el fantasma se colocó entre ellos dos, y si el capitán Gonzalo Díaz lo distinguió con toda claridad, el otro hombre no lo notó.

Habló el muerto con voz grave como debe ser grave el aire al pasar por una garganta sin vida:

“Yo fui el padre Samuel Peláez, párroco de San Francisco, y quiero deshacerme de un terrible secreto. La salvación de mi alma depende de que tú puedas arrancar la losa de cantera que está al pie del tabernáculo del Altar Mayor, donde hay un nicho que aloja esta riqueza que yo nunca pude disfrutar, porque habiéndome enterado de ella por medio de la confesión, la tuve prohibida en vida”.

Nadie supo después, sin embargo, si el capitán obtuvo el tesoro maldito o no, pero sí que desapareció de la ciudad para siempre, un mes después de estos sucesos.