El horror nuestro de cada día (273)

DE QUE HAY CASAS MALDITAS…


El horror nuestro de cada día (273)

La Crónica de Chihuahua
Enero de 2016, 22:29 pm

Por Froilán Meza Rivera

En la casa de mi abuelita, que era un departamento grandote situado en el tercero y último piso de un edificio de principios del siglo XIX, siempre había habido “sombras” y “ruidos”, “lamentos”, “llantos” y todas esas cosas que suelen tener las viviendas en esta ciudad colonial.

“Tu abuelo dice que esos fantasmas son hasta benévolos, aunque yo sostengo que si no nos hacen daño es porque no pueden”, explicaba la madre de mi papá. “Y es que si andan aquí todavía, entre los vivos, es porque algo los mantiene en esta tierra”. Doña Luz María (“Luchita”, como la conocían en los comercios de la Calle del Rayo) tenía sus ideas sobre las “sombras” y no bajaba la guardia, no fueran a hacerle algún daño.

A mi hermanita menor y a mí nos encantaba estar con ellos, y muchos fines de semana nos íbamos a quedar allá a la Calle del Rayo. Para llegar al tercer piso había que subir una especie de escalera de caracol que no era exactamente de forma redondeada, sino angulosa y con descansos. Era todo un show para subir allá, y era parte de las diversiones infantiles de los nietos.

Pero...

Antes de llegar a la casa por el lado de la escalera, había que atravesar a nivel del suelo un pasillo largo, oscuro y frío, que siempre trataba yo de evitar nomás oscurecía. Es que justo al doblar los primeros escalones, se pasaba por una ventanita del primer nivel, y a mí siempre me entraba un miedo repentino, como si me acechara desde lo oscuro una fiera horrible que me podría destrozar con sus dientes y garras.
A pesar de que en ese cuarto no vivía nadie, yo veía salir de ahí a veces una luz blanca muy tenue.

Mi abuelita me contaba que, estando sola, se le aparecían unas sombras que se veían blancas. Cierto día sintió la anciana mucho miedo, porque vio pasar “una sombra oscura” que se deslizó con gran ruido y que despidió un fuerte olor a azufre y se acompañó con un viento frío, además de unos gruñidos “como de marrano en el matadero”.

Fue algo que horrorizó a mi abuela Luchita.

Y al parecer, el paso del horrible fantasma fue sentido también por la perra faldera de mi abue, que llamábamos “Chita” y por un gato que, no siendo de nadie en particular, se mantenía. Ambos emitieron chillidos a su manera, y a ambos animalitos se les erizaron los pelos de la espalda y se fueron a refugiar debajo de la anciana.

Mi abuelita agarró su rosario inmediatamente y se puso a rezar la letanía que va con ese amuleto y que dicen es un consuelo para quienes sufren mucho.

Pasaron días. Mi abuelita María de la Luz nos contó lo que había padecido, y ese viernes en la noche que nos tocó hacerle compañía, el horroroso hecho se repitió.

Recuerdo que era una madrugada muy fría, y todos estábamos dormidos, aunque nos despertó un rumor. Esa noche no estaba mi abuelito, quien había viajado a Villa Ocampo a traer un acta de nacimiento. Fue un ruido de pasos que subía con fuerte taconeo en la escalera el que nos despertó, aunado a un rumor de voces y de lamentos. Los animales domésticos se nos subieron en la cama, asustados, y mi abuela llegó también a nuestra recámara, pero hasta allá la siguieron las sombras que se deslizaban por las paredes a gran velocidad, y una luz muy tenue se formó en el centro de la alcoba.

El ruido insoportable, las voces que nunca se entendieron como voces humanas, el juego de luces y sombra, los olores como a pólvora sin consumirse, terminaron hasta después de una eternidad de diez minutos, al cabo de los cuales mi abuela y mi hermanita ya se habían desmayado.

Mis abuelos nunca tuvieron por cierto ningún apego a aquella casa que rentaban, así que se mudaron sin dilación al ala poniente de la casona que ocupábamos nosotros con mis papás, donde vivieron muy a gusto hasta su muerte.