El horror nuestro de cada día (270)

DESPERTÓ EN UN ATAÚD


El horror nuestro de cada día (270)

La Crónica de Chihuahua
Enero de 2016, 21:56 pm

Por Froilán Meza Rivera

Aquellas punzaditas en el corazón estaban llegando cada vez más frecuentemente, pero en esta última ocasión el dolor se sintió profundo y penetrante. Algo sintió de repente, como si le hubiera estallado una bomba adentro.

En efecto, a César se le había apagado la maquinaria, y técnicamente estaba muerto sin remedio, según le dijo a su mujer el paramédico de la Cruz Roja que acudió a su llamado de urgente auxilio.

“Qué lamentable, señora, hubiéramos querido hacer algo para reanimarlo, pero cuando llegamos ya no latía su corazón y ya no hubiera sido válida ninguna maniobra de resucitación”.

Pero César no estaba muerto, porque su cerebro aún vivía. Había entrado el hombre en un estado de parálisis general que se llama catalepsia y que en el pasado había hecho que mucha gente se fuera a la tumba sin estar muerta.

Ahora, cuando es obligatorio por ley efectuar una autopsia a cada persona que fallece, enterrar a alguien vivo resulta casi imposible. “Casi”, porque en este caso, a nadie se le ocurrió contradecir el diagnóstico del médico de la familia que extendió el certificado de defunción. Así que César no fue abierto ni examinado en una autopsia. El podía oír, podía incluso ver algo a través de sus ojos semicerrados, pero no se podía mover, no podía hablar ni emitir siquiera un quejido ni un rumor, ni nada.

Ahora, el falso difunto estaba aterrado porque se daba cuenta de que lo tomaban por muerto. Supo cuándo lo embutieron en un cajón, escuchó a la gente venir a dar las condolencias a la supuesta viuda, y sólo gritaba hacia su interior, y se volvía loco de angustia.

“¡Volteen a verme, por favor, por lo que más quieran, estoy vivo, estoy vivo!”, decía el infeliz para sus adentros.

Así estuvo César el resto del día, en su ataúd y aun toda la mañana del siguiente día, el día de su entierro.

Hizo esfuerzos el hombre vivo por levantar un brazo, concentró su voluntad en mover ora un músculo, ora otro, así como intentó abrir los párpados pesados, pero sus esfuerzos resultaron vanos. A punto estuvo incluso de morir, sólo de la certeza de que la tortura en adelante iba a ser insoportable.

Así fue.

Todo el camino al cementerio, con el bamboleo de los baches del camino, el último tramo en hombros de sus amigos, los discursos desgarradores con que lamentaron su ida los parientes, la perorata del cura citando los campos verdes por los que transitan las almas que apacientan en el más allá, todo lo sintió, todo lo vivió él desde la caja mortuoria.

Cuando llegó el momento culminante en que bajaron la caja hacia el fondo de aquel oscuro y macabro hoyo en la tierra, quiso César morirse de veras, rogó por que se le rompiera el corazón con un nuevo y fulminante ataque. Pero no, el cielo no se apiadó de aquel pobre miserable que estaba siendo enterrado en vida.

En las tenebras de su tumba, mientras que su respiración apagada consumía el poco aire que le fue dejado una vez cerrado el ataúd, a César le pareció escuchar algo como unos leves rasguños afuera, y se alegró de la posibilidad de que lo desenterraran por haberse dado alguien cuenta del error.

Cuando los rasguños siguieron y él los hubo localizado no arriba, sino en un costado de su catafalco, perdió entonces toda esperanza. “Serán ratas”, pensó, y entonces decidió dormirse tranquilamente y tener un último sueño, que deseó fuera el más dulce sueño de su vida.