El horror nuestro de cada día (265)

LA PRESENCIA DOLOROSA DE MI ANGELITO


El horror nuestro de cada día (265)

La Crónica de Chihuahua
Diciembre de 2015, 22:21 pm

Por Froilán Meza Rivera

Había tenido yo recientemente el profundísimo e indescriptible dolor de que se muriera un hijo mío nonato, carne de mi carne, sangre de mi sangre, y apenas habíamos pasado Carolina y yo por el infierno de aquellos trámites y de aquellas ceremonias absurdas por las que tienen que pasar, como si fuera un calvario, las víctimas de la muerte de un ser querido.

Este pequeñito fue inhumado junto con los restos de mi madre, yo ya no tuve cabeza para ir a comprar otro espacio, sinceramente ya me deshacía y no hubiera podido con una carga semejante, ni con un minuto más de tortura.

Pasaron, pues, pocos días, días escasos de aquella desgracia por la que mi mujer y yo no recibíamos todavía ni consuelo ni resignación. Llegó el 1 de noviembre; y, como todos los años, hice mi tradicional incursión de cada año al panteón para limpiar, arreglar y pintar si hiciera falta, las cinco tumbas que me corresponde, de los siete muertitos que tengo.

Pues dejé para el último, tal vez inconscientemente, la tumba doble de mi madre y de mi retoño que nunca alcanzó a respirar el aire de la tierra. Ahí me demoré un poco más, y para qué más que la verdad, solté un llanto prolongado, un llanto como tal vez nunca ofrendé antes a ninguno de mis muertos.

Debió ser un llanto por mí mismo, por mi miserable y desgraciada vida, el que lloré en esa ocasión.

Cuando terminé mis labores y miré mi obra, orgulloso de que mis parientes se tendrían que admirar al día siguiente, Día de Difuntos, por el aspecto de aquellas tumbas resplandecientes, me dispuse a dejar el panteón. Pero al pie de aquel sepulcro último miré que entre las piedrecitas había un hueso blanco, y lo tomé.

Sin poderlo identificar, sin saber si era un hueso humano o de animal, me lo metí en la bolsa de la chamarra, y me fui.

Anduvo el huesecito aquel por toda la casa, tal y como si tuviera vida propia, es decir, que lo movía yo y lo olvidaba, y lo movía de nuevo cuando me acordaba, y lo acariciaba con insano afán.

No es que pensara yo que el hueso fuera de mi hijito, es más, ese pensamiento creo que andaba allá muy lejos entre las posibilidades. Pero más bien, era yo quien bloqueaba esa posibilidad.

Pues la presencia del huesecillo en mi hogar, a lo largo de aquellos días, me descontroló, me trajo unos espantosos dolores de cabeza, y me produjo sueños. Mejor dicho, eran pesadillas, en las cuales siempre me representaba yo escenas diferentes con tumbas.

En una de esas pesadillas que poblaban mis noches, era mi padre el que se sumergía en el hueco de una tumba recién abierta, y yo me desesperaba porque siempre terminaba el anciano por ser tragado por la tierra en medio de unas tinieblas espantosas.

En otras, era mi niño, pero él emergía de su cajita, emergía con la talla y el aspecto de un niño-adulto, y sus carnes eran taladradas por una miríada de gusanos verdes.

Otra pesadilla era… pero ¡ya basta! ¿Qué gano con torturarme?

Sólo diré que, después de haber consultado a tres sicólogos, y de que nunca pudiera yo seguir a la letra con sus bobas recomendaciones de guardar reposo y de encaminar mis pensamientos por sendas agradables, decidí que lo mejor era cortar con todo eso por lo sano.

En compañía de Carolina, me dirigí de nuevo al panteón, y depositamos aquel huesito en el exacto lugar de donde lo extraje cuando me lo llevé.

Santo fue el remedio, y si bien yo sigo siendo el tristón y amargado, el individuo siniestro de siempre, las pesadillas de muerte ya desaparecieron.