El horror nuestro de cada día (263)

ESTELITA MURIÓ HACE MEDIO AÑO


El horror nuestro de cada día (263)

La Crónica de Chihuahua
Diciembre de 2015, 23:00 pm

Por Froilán Meza Rivera

Era la primera vez que la veía yo en las visitas que efectuaba a aquella institución. Fue ella quien me llamó a mi paso por el corredor. “¡Doctor, doctor!”, me requirió con aquella voz grave y gutural, voz cascada de mujer desgastada por el cúmulo de tanta existencia.

Debía ser muy vieja. Me sorprendí por el aspecto de tronco nudoso de su piel.

“Es que me caí de la silla de ruedas desde antier, y no me he curado con nada, doctor”, me dijo la anciana de aquel cuarto del albergue. El ojo se le veía mal, hinchados los párpados con una aparente infección, más una lesión al parecer del hueso de la mejilla, así que procedí a examinarla.

Nada podía hacer yo para remediar la fractura en las condiciones de penurias de aquella institución, donde apenas tenían desinfectantes y gasas, algo de penicilina y unas pomaditas para la artritis.

Hice lo mejor que pude, creo que mi intervención sirvió para detener la infección del ojo, y la paciente fue mejorando, aunque la factura en la cara iba a sanar muy lentamente porque la señora debía ser centenaria o muy cercana a la centena.

Cada miércoles hacía mi recorrido gratuito por el asilo de ancianos, tratando de remendar algo y de llevarles alivio, aunque cada vez me entristecía más por lo que me tocaba presenciar. A una vieja chiquitita y arrugadita como una pasa, encogida de huesos y ya sin músculos visibles, la di por muerta una vez (como no respiraba ni daba signos de vida), pero al minuto siguiente ya estaba prendida al popote con que sorbía su caldito de pollo y su atolito de fresa. Había un anciano terco, agravada su necedad con un parkinson sumamente visible y muy avanzado, pretendía que le proporcionara yo pastillas, pero era imposible darle tranquilizantes o antidepresivos porque con el parkinson están contraindicados. Pero él no entendía, y cada miércoles se me prendía de la bata y lloraba como un niño chiquito.

Estela, la viejecita del ojo, me llamaba mucho la atención, porque ella aseguraba que de jovencita, había conocido a don Francisco I. Madero en Ciudad Juárez, lo que siempre se me hizo imposible, porque si hacemos cuentas, debería tener por lo menos unos 107 años.

“Oiga, doctor”, me insistía Estelita para que no me fuera, y para ello me ofrecía un nuevo relato de la Revolución. “Déjeme contarle...”

El ojo le había sanado, pero siempre conservó la apariencia de tenerlo herido, porque una cicatriz rojiza le surcaba la mejilla hasta casi el párpado derecho, y el blanco del ojo le quedó lleno de venitas y lo tenía todo rojo.

Si no hubiera sido mi conocida y amiga, Estelita me hubiera causado miedo de verla, de tan fea, la pobrecita.

Pues bien, en una ocasión en que le tuve que aplicar unas compresas de agua tibia para desinflamarle la mejilla, debí dejarle unas indicaciones a la enfermera del asilo, así que me dirigí a la enfermería.

“Señorita, a la señora Estela, del privado 33, le voy a pedir de favor que le ponga unas compresas de agua tibia en la mañana, si puede antes del desayuno”.

La enfermera se me quedó viendo como si yo estuviera loco y no me respondía nada. Estaba yo ya repitiéndole las indicaciones, cuando ella me paró en seco: “Doctor, es que no puede ser, porque Estelita lleva casi medio año de muerta”.

“Debe ser un error”, repliqué.

Me sentí como un idiota cuando la enfermera me llevó al privado 33 y lo abrió delante de mí, y ahí no había nada, excepto una cama fría y un velicito con las pertenencias de Estelita. Como nadie había ocupado el cuartito todavía, en la mesita estaba recargado el retrato de la anciana, el mismo que había visto yo en cada una de las sesiones con mi amiga centenaria.

Ya no quise quedar en ridículo, y no le conté a la enfermera que a la anciana la había yo atendido por lo menos unas siete semanas seguidas, cada miércoles sin falta.