El horror nuestro de cada día (257)

GRANDE HORROR, COMO DE PELÍCULA BARATA


El horror nuestro de cada día (257)

La Crónica de Chihuahua
Diciembre de 2015, 22:33 pm

Por Froilán Meza Rivera

Los horrores llegaron en esos días en una sucesión indescriptible y con una abundancia tal, uno detrás del otro, que a ratos sentí que me iba a volver loco. Sólo porque me ausenté de la ciudad como la única solución que se me ocurrió, no estoy ahora en el manicomio o el panteón.

Trabajaba yo entonces en el programa de El Aliviane, además de que estábamos mi compadre Polo Ramírez y yo desarrollando el proyecto de un diplomado de basquetbol en la Facultad de Educación Física.

Pues todo empezó, bien lo recuerdo, una tarde que salía yo del Aliviane. Me sorprendió el hecho de que en el cristal panorámico de mi coche hubieran dibujado con tinta negra un cuervo, y que hubieran escrito a medias una leyenda que empezaba con “¿DE VERAS CREES QUE VAS A SALIR VIVO..?” y que terminaba con un chorrero de pintura roja, cual salpicaduras de sangre.

Me fijé entonces en unos bultitos de tela negra y gris que había alguien colocado en los asientos. Eran tres paquetes malolientes, y no me atreví a abrirlos por temor a encontrarme algo todavía más desagradable, así que los arrojé a la basura.

Al día siguiente por la mañana, encima del cofre de mi Volkswagen había otro de aquellos regalitos: un pájaro negro, seco y muerto, y un nuevo recado, escrito éste con marcador en la aleta izquierda: “¿LE TIENES MIEDO A LA MUERTE?”.

Al medio día, cuando Polo y yo salíamos de la Facultad, había un viejo recargado en la malla ciclónica, con un extraño sombrerito del que sobresalían dos extraños picos peludos, y que nos hizo señas. Cuando nos aproximamos, hizo él un movimiento del brazo y se transformó éste en una extremidad peluda y con pezuña hendida como la de una cabra.

“¿Te fijaste, compadre?”

“Sí, ni me digas, es el mismo diablo”.

Más tarde tomábamos cerveza en la cantina de la 20 de Noviembre y calle 33, cuando me dijo Polito: “Oye, mira, otro chivo”. En efecto, en ese momento entraba al establecimiento un individuo con una inconfundible cara de fauno del que todos los parroquianos quedamos pendientes. Yo no aguanté más, convencido ya de que alguien me estaba jugando una serie de bromas pesadas y macabras, y le grité al tipo: “Mañana voy a hacer una barbacoa de chivo, amigo, ¿me acompaña?”.

El cara de chivo se esfumó sin pagar su cerveza.

En casa, antes de tumbarme a dormir, me asomé por mi ventana y me asombré de que a esas horas de la noche estuviera pasando una interminable fila de autos de alquiler, como en una procesión fúnebre.

Y para que de plano no me pudiera dormir a gusto, afuera de la casa había tres innegables zombies debajo de un árbol, pero en lo que fui por mi pistola para ahuyentarlos, ya se habían ido.

“Me estoy volviendo loco, esto está como de película de terror barata”, pensé con la cabeza revuelta.

Y a la mañana siguiente, la procesión de horrores me ofreció el espectáculo de una camioneta de modelo viejísimo, dentro de la que pude observar que llevaban a una persona que colgaba del cuello, como si fuera un ahorcado pendiendo del árbol. Esto pasó en el momento exacto cuando salía a la calle.

En ése mi tercer peor día de la vida, decidí cortar por lo sano, y antes de irme de la ciudad, acudí a la colonia Mármol con el padre Sánchez Prieto (“Nigris”, como le decían), para que me sacara el demonio.

El cura me examinó y examinó mi carro, y encontró no sé qué adentro de éste, y me pidió que hiciera una señal de la cruz en mi frente y que rezara, mientras que él rociaba el automóvil con chorros de agua bendita.

La pintura del coche se oscureció y se le formó una cruz empañada al frente, como una nube.

Yo esa misma tarde me fui para Parral, y sólo regresé pasado un mes, cuando los cuidados de mi madre y de mis hermanas hicieron que recobrara el sosiego y se me curara el susto.