El horror nuestro de cada día (236)

A LA CASA NO LE GUSTA LA GENTE


El horror nuestro de cada día (236)

La Crónica de Chihuahua
Septiembre de 2015, 22:39 pm

Por Froilán Meza Rivera

En la calle De la Llave, entre la Trece y Diecisiete, mi vecina que era enfermera, vivió toda su estancia en esa casa en frente de la mía, en un constante estado de terror.

Yo misma me quedé una noche con ella para acompañarla y calmarla, con la intención de demostrarle que todo lo que aseguraba que veía, sentía y escuchaba, era producto de los nervios. Pero quien terminó por casi enfermarse de los nervios, por el contrario, fui yo.

Era aquélla una casa del mal, indudablemente.

Para empezar, las paredes estaban pintadas de rojo y de negro, y todo el mundo sabe que son colores que afectan el ánimo de quienes viven en medio de ellos.

Yo ya había escuchado de todos los inquilinos anteriores a doña Refugio Galván (“Cuquita”), historias diversas de lo que la casona hacía para deshacerse de quienes llegaban a habitarla, pero pienso que los fantasmas y las casas con maldiciones actúan de manera diferente para con las personas.

Es como si existieran ánimos propicios para recibir agresiones del más allá, así como hay otros que se resisten, y salen menos afectados. Pero a esta última categoría no perteneció nunca Cuquita.

El caso es que la enfermera, mujer madura, vivía sola, como sola quedó cuando murieron sus padres y cuando ella, como hija mujer, no sólo no heredó la fortuna de ellos, sino que fue echada de la casa paterna por un hermano suyo que se la apropió a la mala. Así fue como Refugio Galván llegó acá a vivir, y lo bueno era que tenía su oficio de enfermera que le daba para vivir de manera holgada.

En una ocasión en que ella se disponía a dormir, sintió que un par de manos invisibles la estrujaron, y que una boca que tampoco vio, susurró en sus oídos un espantoso murmullo ronco y gutural. Cuquita, aterrada, salió de la casa en pura bata y llegó conmigo toda agitada y gritando incoherencias.

“¡Véngase conmigo, Catalina, acompáñeme, estese a mi lado hasta que pase eso que me espantó, por favor!”, pudo al fin decir, la infeliz.

“Mejor véngase usted a mi casa”, le contesté. “Sabe que no puedo dejar solos a los niños”.

Refugio se quedó a dormir en la recámara del mayor de mis hijos, quien se fue con sus hermanitos al otro cuarto.

Ya en la mañana, más tranquilas, la vecina y yo platicamos sobre la casa, que además de tener las paredes rojas y negras, atraía a puros inquilinos malos y, si no malvados, sí con grandes vicios y forma disipada de vivir. Por sus puertas desfilaron prostitutas, borrachos, malandros, soldados viciosos, mariguanos... en el barrio se rumoraba, incluso, que en un tiempo vivió ahí una bruja, que fue la que “echó la maldición” para siempre a la casona.

Durante una crisis nerviosa que por poco y no quebró a mi vecina, arreglé con mi marido que me iría a dormir con ella unas dos noches para hacerle compañía, aunque en lugar de calmarle el ánimo, fui yo la que salí corriendo.

Es que, acostada en una cama gemela de la recámara de Cuquita, a mí también me estrujaron los demonios tutelares que estaban instalados entre esas paredes, y “algo” me empujó hacia el suelo, donde quedé aturdida por el golpanazo. Ahí mismo me murmuraron al oído cosas terribles que no entendí con la razón, pero que se sintonizaron con mis miedos.

Refugio la enfermera no duró más de tres meses ahí, y yo ya le perdí la pista y no supe si la persiguieron las presencias malignas de la casa. No sé ella si vive o si murió ya, pero el inmueble todavía está ahí, y tengo entendido que lo siguen rentando.