El horror nuestro de cada día (229)

TRISTE CIUDAD DE OCTUBRE


El horror nuestro de cada día (229)

La Crónica de Chihuahua
Septiembre de 2015, 23:45 pm

Por Froilán Meza Rivera

“… el país donde siempre está haciéndose tarde.
El país donde las colinas son niebla y los ríos neblina;
donde el mediodía pasa rápidamente, donde se
demoran la oscuridad y el crepúsculo, y la medianoche
no se mueve”.
(RAY BRADBURY. El país de octubre)

Ofelia Reséndiz se llamaba la madre de mi amiga Darlén, Ofelia, como Darlén quiso siempre llamarse. Ofelia ha sido la mujer que más atracción ha ejercido sobre mí, y confieso que no precisamente en el terreno amoroso.

Me explicaré. La familia de Darlén llegó al barrio de Londres cuando cursábamos el quinto grado a la mitad, por lo que yo siempre me imaginé que habían hecho algún arreglo en la Dirección para que fuese admitida a esas alturas. Después supe que mi amiga había entrado simplemente de oyente, sin ningún compromiso por parte de ella de pasar ningún examen, ni de la escuela para dar formalidad a sus estudios.

Cautivado por su naricilla respingada y por aquellas pecas que eran adornos sobre sus mejillas rosadas, yo me acerqué a ella desde el primer minuto de su presencia en mi salón. Había en ella un aura de tristeza inexplicable, una sombra que parecía emerger por detrás de su hombro y que materialmente se proyectaba sobre la pared, como una aureola gris.

Era Darlén un imán, y yo era limaduras de hierro en su órbita.

Después de un mes de conocerme, apenas me devolvía mi parla trastabillante y nerviosa con algún monosílabo dicho de poca gana. Pero me gané su amistad, y ya para las vacaciones de verano, éramos compañeros inseparables, yo su amigo simple y llano, y ella mi amor imposible.

Acudía yo de vez en cuando a su casa, y apenas tenía un atisbo de quién era su madre —padre no tenía Darlén, nunca supe detalle—, porque de la mujer sólo veía yo la negra cabellera que le daba a los hombros, su cabeza siempre reclinada sobre alguna labor de costura apenas entrevista a través del cristal de la ventana que daba hacia el patio. Algunas de estas primeras veces alcancé a mirarla, en la misma postura de la cabeza gacha sobre el fregadero mientras lavaba los platos. Pero ya me intrigaba su apariencia y me preguntaba cómo sería de facciones la madre de mi amiga, cuando todo se precipitó una tarde al oscurecer.

“¡Darlén, hija, ven a cenar, e invita a Roldán!”

¡Sabía mi nombre la misteriosa mujer sombra! ¡Y la iba a conocer esa misma tarde! Entré al comedor, nos instalamos en los lugares señalados con cubiertos y servilleta de tela, y en seguida apareció la madre. ¡Era imposible! ¡Ofelia Reséndiz era la personificación terrenal de una virgen! Sus ojos eran enormes, hermosos y rodeados de una sombra tenue que resaltaba el color de miel brillante con que obsequiaba ella al mundo de los pobres y humildes mortales. Su sonrisa era sencillamente sobrenatural, y caminaba como flotando, sin esfuerzo aparente. ¡Una diosa descendida sobre el polvo mortal!

Ya nunca me la pude sacar del pensamiento, ¡y ni lo intentaba! ¿para qué? Creo que, de tanto hablar de ella con la gente que me rodeaba, les contagié el gusto por buscar su compañía, a mis parientes, a mis padres y hermanos, a mis amigos, que pronto estuvieron rondando la casa aquella de adobes y grande patio. Iban todos y buscaban entrar con cualquier pretexto, y salían embelesados con los ojos abiertos a todo lo que daba, y era como si, al verla, se les hubiera pegado en la piel un polvo de estrellas.

Pero un día, para la desgracia de una multitud en el barrio de Londres que, sin palabras y sin razonarlo siquiera, constituían ya el culto a una diosa, aquélla desapareció.

Ofelia Reséndiz y su hija, mi amiga Darlén sin apellido, sólo dejaron de verse en la casa. Darlén, la deliciosa chiquilla de nariz respingada y aquellas pecas que eran adornos sobre sus mejillas rosadas, no dejó rastro en la escuela, donde nunca hubo registro de su paso por la academia, y por más que busqué en la memoria, tampoco encontré de ella una foto, un escrito, nada.

Sólo desaparecieron de la faz de la tierra. Como diosas que hubieran cumplido una breve misión terrenal.

Nunca supimos quiénes eran ellas, ni de dónde vinieron. Pero yo conservo el recuerdo de su amistad y de sus personalidades misteriosas, como el halo gris de mi amiga que se materializaba sobre las paredes de esta triste ciudad de octubre que es más triste porque no están.