El horror nuestro de cada día (227)

TERROR EN EL TEMPLO VACÍO


El horror nuestro de cada día (227)

La Crónica de Chihuahua
Septiembre de 2015, 22:06 pm

Por Froilán Meza Rivera

En el ambiente helado y siniestro de aquel templo alumbrado sólo con unos pocos cirios al frente en el altar, yo sentí muy claramente que una horda de diablos peludos empezó a volar en torno mío, arremolinándose y carcajeándose ya de su próxima víctima: yo.

Cerré los ojos y por poco no me precipité yo mismo sin ayuda a los cazos de aceite hirviendo que el catequista, el sacerdote y mis padres siempre me dijeron que había en el infierno. Me invadía un vértigo de altura, pues me imaginé al borde de un precipicio del que el fondo que vislumbraba allá en la honda sima, eran llamas y hogueras.

Yo casi los veía, a los demonios. Uno de ellos debió ser uno con cara de hombre de barba aguzada, con orejas, patas y piernas de macho cabrío, pero con alas grandes de murciélago, al menos así me imaginé su presencia en mi alucinación de ese día.

“No preguntes más en ese tono, muchacho, que los caminos del Señor son inescrutables, si pretendes saber más que el resto de la gente, eso es pecado de soberbia”, me dijo el padre Antolín.

“¡Y te condenarás!” —Me gritó con voz ronca, esa vez.

Es que, en presencia del sacerdote y de los catequistas, yo casi tocaba el infierno, de tanto que me asustaban y sermoneaban con él y con el peligro inminente y casi inevitable de caer allá, a la menor falta...

Innumerables dudas me atormentaban de niño, aun cuando ya sabía que corría peligro de condenarme si no sometía mi inteligencia a la repetición de los dogmas inamovibles con que nos bombardeaban en la infancia.

Supe que debía yo tener miedo del Altísimo, aunque ahora de viejo me doy cuenta de que el Dios que prefiero es el del amor y no el de la venganza.

Algo que me dejó lleno de dudas fue la afirmación de que las ánimas del Purgatorio sólo serían liberadas si ponías dinero en el cepo. ¿Era Dios acaso un secuestrador? Ese pensamiento me atormentó durante meses.

Pero nada era comparable al terror de estar en aquel templo vacío. Como ayudante del sacristán, y después como monaguillo, tenía que estar yo antes de la misa de ocho, solo y mi alma, y después, muchas veces, estábamos tan sólo el padre y yo, con el templo a oscuras porque si nadie había asistido ese día, hubiera sido un desperdicio encender las luces eléctricas. Se veía allá al fondo, de cuando en cuando, alguna anciana beata, perdida entre cirios y mascullando algo entre las encías sin dientes.

Santos de yeso, sombras vacilantes por las llamitas, y un frío mortal. El ambiente no era para mí, ahora lo sé, pero mi madre insistía en que yo me convirtiera en niño de iglesia, y ¿por qué no? tal vez más tarde, que fuera yo sacerdote, porque nada le hubiera gustado más que tener a un sacerdote en la familia.

Pero yo, por fortuna, me pude librar a los once años, gracias al beisbol, de aquellos retablos pavorosos con escenas de mártires descuartizados y que me hacían preguntar: ¿Es así el cielo?