El horror nuestro de cada día (226)

ETERNO PENITENTE DE VIEJOS TIEMPOS


El horror nuestro de cada día (226)

La Crónica de Chihuahua
Septiembre de 2015, 21:30 pm

Por Froilán Meza Rivera

A su muerte, el siniestro hombre triste de las lágrimas y la armadura, de la penitencia y de la ropa lujosa y anticuada, tuvo el destino de convertirse en un fantasma.

Sin quererlo él, ha de haber quedado atrapado en ese reino intermedio en el que las almas ya no son de este mundo terrenal, pero tampoco han llegado todavía a su destino eterno. Involuntariamente, aquel hombre que pidió el perdón a sus faltas, quedó convertido en un espanto para los vivos.

A fines del siglo Dieciocho, los habitantes de la capital del mundo de la plata (que es Parral) veían a un hombre de misterioso porte transitar por la Plaza de Armas, cruzándola en diagonal. Iba callado y sombrío, dicen, y saludaba a la gente sin verla, musitando si acaso un “vaya usted con Dios” o un “santas y buenas tardes tenga su merced”, u otra de aquellas fórmulas de cortesía, como el “Dios guarde a su persona”, que cruzaba con quienes lo encontraban.

Este señor, nombrado Jesús Pérez Blancarte, dicen que se perdía cada tarde en el sombrío callejón que corría detrás de donde hoy en día es el mercado, y más allá se internaba entre los jarillales del río, y de ahí torcía su camino para llegar al antiguo Colegio de los Jesuitas, cumplimentando una torcida ruta que era siempre la misma.

De ahí, dicen, se allegaba a las puertas del templo de Nuestra Señora del Rayo y penetraba sus puertas con resolución.

Cuentan las crónicas de la tradición verbal, que el señor don Jesús Pérez dejaba escapar de su pecho hondos y prolongados gemidos, y que grandes lágrimas resbalaban desde sus ojos hasta el traje que solía coronar con un casco militar y una armadura que le cubría el pecho y parte de los brazos.

Oraba, gemía y clamaba perdón del cielo, sin que se supiera qué culpas necesitaba expiar el penitente.

Ahí permanecía en su rincón, a la derecha del altar mayor, hasta muy entrada la noche, que era cuando se le veía alejarse por entre los callejones, rumbo a su casa, en alguna parte del cerro.

Todos lo tomaban por un caballero, sin duda por la ropa que vestía: camisas de lino y jubones y calzas de fina lana combinados con algunas piezas de armadura bien pulimentada.

Portaba una espada en la que todos veían una hoja de hidalgo. La pesada armadura que portaba, su espada en la que todos reconocieron como hoja de hidalgo caballero, y completaba sus armas con uno de aquellos puñales de filo izquierdo o “de misericordia”, que así les llamaban en virtud de que en los duelos, una estocada no terminaba con la vida del rival, y pues había que rematarlo con el puñal para que no sufriese más agonía.

Se le veía así año tras año y noche tras noche, a don Jesús, a quien el pueblo bautizó con el mote de “El penitente”.

Este don Jesús era asistido en su persona y en los quehaceres de su casa por una mujer igual de parca que él, y de modales cortantes, quien sólo salía a por los comestibles y los bastimentos, cada tercer día. Todos en Parral hubieran querido preguntarle acerca del origen y de la alcurnia del caballero de la penitencia, puesto que andar en jubón y armadura ya resultaba anticuado en grado sumo para ese final del siglo Dieciocho. Pero a todos detenía el carácter tosco de la dueña.

Habladurías, sin embargo, no faltaron: se rumoraba que el hombre había sido malo en su juventud, y que había violado damas y engañado esposos, que había sido maltratador de indios y engañador de comerciantes de metales. Era pues, a los ojos de estas personas, un crápula arrepentido que buscaba el perdón en las capillas.

Pero un día, vieron las gentes a la vieja salir corriendo del domicilio, llamando a gritos a la justicia, y al poco llegó el comisario y sus gendarmes.

Se supo que descolgaron el cuerpo de “El penitente”, quien mostraba todavía un rostro lloroso y triste, pendiente de una gruesa y tosca cuerda de ixtle que le amorató el cuello.

A su muerte, el eterno penitente continuó con su periplo entre un templo y otro, entre la Plaza de Armas y los jarillales del río, donde las gentes lo veían en las noches, vagando y murmurando palabras de perdón, pidiendo misericordia.